UNO
La tan interesante como perturbadora facilidad con que la
literatura argentina produce tantos grandes cuentistas –y
tantos grandes cuentos– siempre a la sombra terrible
de grandes y contadas novelas. ¿Por qué?
DOS
¿Por qué no? Pero no se trata aquí de
volver a ensayar –a la luz despiadada de las estadísticas,
el marketing y la idea un tanto infantil y fálica de
que “cuanto más grande y largo mejor”–
una siempre vigente defensa del Género/David enfrentado
al Género/Goliath, sino de procurar comprender por
qué ciertas naciones son Países Cuento y ciertos
países son Naciones Novela.
TRES
Estados Unidos, por ejemplo. Dedicado desde el principio de
sus tiempos –desde Moby Dick y Huckleberry Finn–
a la casi compulsiva persecución y captura de sucesivas
Grandes Novelas Americanas nunca del todo consagradas con
esa etiqueta; porque la gracia no está en colgar el
trofeo embalsamado en una pared de la biblioteca sino en la
persecución constante de la ballena blanca río
abajo. Así, la historia norteamericana –una larga
y sostenida tradición democrática donde el enemigo
siempre viene de afuera– produce novelistas que en sus
ratos libres, para alimentarse entre una novela y otra, escriben
cuentos formidables. Las excepciones a la regla, como siempre,
suelen ser literalmente excepcionales.
CUATRO
No es raro entonces que la espasmódica, esquizofrénica
y siempre interrumpida e interminable historia nuestra –pensar
en estos últimos 17 años no como en una montaña
rusa sino como en una montaña argentina donde todo
sube por el simple hecho de poder bajar desde lo más
alto y a mayor velocidad y así volver a trepar–
haya producido siempre cuentistas geniales que, si bien de
tanto en tanto escribían una novela, volvían
felices al cuento para ser reconocidos, allí, como
maestros de la forma. No es casual, claro, que Borges –el
paradigma de escritor argentino– jamás haya escrito
una novela. Y que la lectura de sus cuentos, uno tras otro,
acaben armando los capítulos de la novela secreta y
fantasmal de un país zombie...
CINCO
...y que las más grandes y más famosas novelas
argentinas aparezcan, siempre, contaminadas por el virus del
cuento. Pienso en Rayuela, en Sobre héroes y tumbas,
en Adán Buenosayres, en El juguete rabioso, en Respiración
artificial, en El beso de la mujer araña, en El sueño
de los héroes –acaso la más formalmente
perfecta– que no es otra cosa que la historia de una
novela procurando recordar el cuento de una noche. Novelas
atómicas, esquirlas en el aire, para ser leídas,
siempre, en el instante de un estallido que no cesa.
SEIS
Como la desde siempre explosión constante y a la vez
interrupta de la historia argentina. Mala novela pero grandes
cuentos, siempre terminando para poder volver a empezar. Así,
dos fechas para festejar la Independencia. Así, los
militares del Proceso y los militares de Malvinas son dos
cuentos diferentes. Hay tres cuentos con Perón y dos
con Evita (viva y muerta) y varios (demasiados) con Maradona.
Menem se ramifica en Juniors y Zulemas y Cristinas. De la
Rúa es, apenas, un borrador borrado. El cuento del
Duhalde de Menem es negado por el cuento del Duhalde de Duhalde
que, a su vez, modifica el cuento de Kirchner. Y dónde
están ahora todos esos efímeros presidentes
de aquel inolvidable principio de año y final de tantas
cosas. Por encima de todos late el cuento de aquella “sexta
potencia mundial”. Y el cuento de la impotencia con
cacerolas. Se necesita calma para escribir una novela; un
cuento puede escribirse desde el centro exacto de un terremoto.
SIETE
Lo de antes: novela imposible; pero insuperable colección
de cuentos.
OCHO
Y queda por pensar si lo próximo –si lo único
que queda– es el ascenso y descenso a nuevas y experimentales
profundidades cada vez más lejos de una historia larga
y tendida; y donde todo lo que vendrá será cada
vez más breve, sintético, fulminante: una de
esas ficciones súbitas, un micro-relato, por ejemplo:
NUEVE
“Cuando despertó, la Argentina todavía
estaba ahí”.
DIEZ
Todavía. Por ahora. (Continuará...). Etc. |