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Que nadie serruche el orden |
Por Julio Nudler
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El serrucho es
un instrumento filoso, cuya hoja dentada sirve para cortar cualquier
racha, buena o mala. Lo cual lo vuelve antipático a los
ojos de la gente que ama la monotonía, el statu quo y
la mar en coche. O que cuida y protege intereses prebendarios.
En realidad, el serrucho no reduce la previsibilidad. La montaña
rusa puede ser tan previsible como una pista de patinaje, con
tal de que se entiendan las leyes que gobiernan los ciclos,
propios de toda economía capitalista. Pero lo que realmente
torna intolerable al serrucho para los conservadores es que
esas terribles fluctuaciones generan una oportunidad de cambio
político, social y económico. Porque el serrucho
es la herramienta más progresista, e incluso revolucionaria,
que se ha inventado, que podrá usarse o no.
Precisamente en esta época, la Argentina está
disfrutando de la ocasión creada por la última
catástrofe en que se precipitó gracias a ese serrucho
implacable que la aserró entre 2001 y 2002. Cuando mucha
gente tuvo que comerse la empuñadura y hasta los remaches
de su serrucho y freír la hoja acerada vuelta y vuelta
en el sartén. Esa cruel serruchada movilizó a
la sociedad dormida y derivó en hechos que hubiesen sido
imposibles sin la inoxidable dentellada: echar a jueces de la
Corte Suprema, invadir la ESMA, colocar a Graciela Ocaña
en el PAMI, imponer los remedios genéricos, purgar las
policías, cobrarles retenciones a la soja y el petróleo,
plantear una desmesurada quita sobre la deuda externa y otras
locuras.
El serrucho desgarra, causa sufrimiento, muerde las carnes,
hace brotar sangre. Pero el sufrimiento existe desde antes de
que su hoja cimbreante se ensañe con los miembros más
débiles del cuerpo social. Ellos ya padecen la postergación,
la falta de perspectivas, la vulnerabilidad. Recién cuando
todo se derrumba pueden abrirse paso entre los escombros del
orden económico y político para imponer un proceso
de cambio. Luego, para evitar que la transformación siga
avanzando, las fuerzas conservadoras procurarán contener,
estabilizar, recuperar el control.
Se ponen de moda el gasto social, el reparto de comida, los
remedios gratuitos, el apósito redistribucionista que
desinfla la protesta y la demanda de cambio. Los conservadores
más lúcidos permiten incluso que los desposeídos
más radicalizados se desahoguen, que marchen con pasamontañas
y garrotes, que destrocen alguna luneta, algún escaparate.
Se clama, se reclama, se proclama, se declama, y los progresistas
aclaman al dirigente preclaro que consigue meter a la jauría
en la manga. Todo ha de volver a la calma, el serrucho a su
vaina, la rabia a su úlcera.
Entonces se discute cómo prevenir las crisis, cuáles
son las políticas más adecuadas para que el nuevo
programa económico no concluya en otro colapso, abriendo
de nuevo las esclusas al estallido social. Los grandes organismos
internacionales y las craneotecas nativas, con auspicio académico
y empresario, diseñan planes seguros y trazan proyecciones
tranquilizadoras. La economía crecerá monótonamente
un 3, un 4 por ciento anual. No habrá fluctuaciones.
Se constituirán fondos anticíclicos. Las vacas
gordas adelgazarán para que las flacas engorden. Se toman
pólizas contra la desesperación de los desnutridos,
se erigen diques de contención.
Es entonces cuando ya no se sabe quién es conservador,
quién es progresista, quién practica un astuto
gatopardismo, distinción que, justo es decirlo, nunca
resulta sencilla. No suele haber nada más reaccionario
que el populismo, o incluso el izquierdismo facilongo, ni nada
más progre que algunas (sólo algunas) propuestas
ultraliberales. Al fin de cuentas, con un serrucho se puede
hacer música, practicar la carpintería, partir
equitativamente o no una tabla, o dejar sin aliento a los intereses
creados del inmovilismo. Con un serrucho se puede podar el árbol
de un futuro radicalmente diferente. ¡Fuera con ese serrucho!
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