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Paranoias argentinas |
Por Fernando Cibeira
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Que Alfredo Yabrán
vive, lo sabe cualquiera. A Carlitos Junior, en cambio, lo mataron,
lo mismo que a Juan Castro. Al Diego, qué le voy a contar,
le cambió el frasquito la FIFA. A Reutemann le mostraron
un video explícitamente masculino para que se bajara
de la elección. El presidente Kirchner, que tiene cáncer,
descabezó a la Federal sólo porque los servicios
lo extorsionaron. Durante estos 17 años –y pongo
ese plazo porque Página/12 algo tiene que ver–,
las hipótesis conspirativas, paranoicas o directamente
enloquecidas de la realidad se hicieron tan comunes entre nosotros
que hoy en día es casi imposible que los argentinos tomemos
una noticia que aparenta ser buena con alegría, porque
nos resulta evidente que alguien tiene que estar haciendo un
buen negocio con eso. Desmontar ese entramado no será
cosa sencilla, sobre todo porque en este país, ay, muchas
veces esas descabelladas hipótesis se convierten en la
más patética verdad.
A lo que Página/12 contribuyó fue a demostrar
que los funcionarios decían una cosa y hacían
otra. Revelar que la cuñada y secretaria privada del
presidente utilizaba sus prerrogativas en la Aduana para contrabandear
valijas con dinero del narcotráfico es suficiente para
volarle la cabeza a cualquiera. El Yomagate o el Swiftgate fueron
la evidencia de que quienes ocupaban las funciones públicas
lo hacían para provecho propio. Ergo, todos los políticos
son chorros.
Justo nosotros, los argentinos, los más vivos de todos,
nos dimos cuenta de que nos tomaban para el churrete. Lo peor
es que ya lo imaginábamos, si se les notaba a la legua.
Y, como el cornudo, dijimos: “Otra vez no me lo hacen”.
A partir de ahí comenzamos a buscar lo real detrás
de lo que nos mostraban, haciendo un rulo tal que lo verdadero
suena más bien falso y lo falso es más verdadero.
Argentos y todo, nuestra condición humana nos lleva a
esperanzarnos cada vez que asume un nuevo gobierno. Un incómodo
sentimiento del que empezamos a sospechar apenas transcurren
unos meses y del que nos arrepentimos decididamente más
o menos al año. El “yo no lo voté”
es tan argentino como Dios y el dulce de leche.
Tal disposición popular es toda una invitación
para los delirios de las páginas web de services en desuso,
operetas de cuarta que luego son distribuidas y redistribuidas
por cadenas de mails en medio de alertas de virus y viejos chistes
de gallegos. El resto lo completan el boca en boca y nuestra
interpretación abierta a las explicaciones más
atravesadas.
Así, el Presidente actúa aterrado por la difusión
de una filmación íntima (que justifica las purgas
policiales y los movimientos dentro de los servicios de inteligencia),
está el ministro que cobra de las empresas petroleras
(por eso el arreglo de las tarifas) y el otro, que se robó
todo cuando estuvo al frente de un banco (de ahí que
sea tan meticuloso con lo que se dice de él en la prensa).
Fantasía y realidad se cruzan y dejan como saldo una
sensación de abatimiento. Da todo lo mismo, total, siempre
van a hacer lo que les conviene.
Lo más escalofriante es que cada tanto sale a la luz
alguna noticia que confirma nuestras terribles sospechas. ¿El
cónsul argentino no utilizaba su residencia y su teléfono
para un negocio de plomería? ¿El presidente de
Independiente no contó que pudo salir campeón
gracias a que manejó la designación de los árbitros?
¿No propusieron como embajador en Madrid a una persona
vinculada con empresas españolas?
Revertir una lógica de desconfianza no se consigue de
un día para el otro. Seguro que lleva años y algunos
gobiernos. Inevitablemente habrá nuevas esperanzas y
muchas frustraciones, el mismo sube y baja de estos 17 años.
Ya sea porque lo marca la realidad o esa extraña melange
de mito urbano y literatura policial barata que circula en forma
paralela, gracias al amigo que está en política
o al weblog que siempre publica la posta.
A veces es frustrante. En sobremesas familiares, cumpleaños
de conocidos o en un viaje en taxi, si viene al caso, hay preguntas
que siempre llegan. “Che, vos que sos periodista, ¿es
cierto que...” Mi respuesta, tímida y decepcionante,
echa la hipótesis por tierra, dando por verdad la versión
oficial, siempre menos creíble –y, sobre todo,
menos interesante– que el mail anónimo.
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