Arriba, abajo, a los golpes, tac tac tac como pelotita de
pinball o de metegol. ¿Y por qué debería
ser de otra manera? El porteño medio es un maniático
que vive en la montaña rusa y a los gritos y en pelotas
como los indios, un psicópata de temporada alta que
se va de vacaciones a algún paraíso del interior
–digamos Tilcara, digamos El Bolsón– y
sueña con una nueva vida y hace planes de mudanza sólo
para volver a la ciudad de los aires dudosos y olvidarlo todo,
someterse con una sonrisa a la rutina del delirio y dar por
bueno que la existencia es este devenir entre la esperanza
más irracional, el optimismo más idiota, y la
depresión típica de un domingo a la tarde sin
fútbol y con cielo encapotado. Sin escalas, como los
vuelos que tomábamos cuando el 1 a 1.
¿La historia reciente es lo que produce semejante ciclotimia,
o porque somos como somos no podemos escribir otra historia
que no sea ésta, orgullosos campeones del mundo en
un momento y al momento siguiente tangueros bluseros darkosos
de piernas cortadas?
Diecisiete años son mucho y son nada, pero dejan su
enseñanza. Ah, sí, aprendimos a tomar con naturalidad
que en sólo un par de meses actuaran en Aires Dudosos
los Rolling Stones, U2, Oasis, el Circo de Moscú y
el hombre más pequeño del mundo –gracias,
Su–, para después arreglarnos con unos Bee Gees
pelados y Creedence Clearwater Revival, y después resignarse
a que se podía vivir sin shows internacionales, aunque
era un poco más aburrido, y finalmente poner el pecho
a que Metallica nos desprecie porque las pampas no pagan como
Japón y asistir al triste espectáculo de Lemmy
de Motörhead quedándose sin oxígeno como
Sandro o el Diego. Y mañana quién sabe, mañana
nunca se sabe.
Eso: porque mañana nunca se sabe, la Argentina es un
país tan rockero. Rockero en el sentido más
confuso del término, en la falta de certezas y en ese
salir adelante apoyándose en pequeños milagros
(¿y si McCartney no hubiera ido a esa kermesse de iglesia
donde estaba Lennon a fines de los ‘50?), en el autodidactismo
para superar los escollos más bizarros. Rockero por
su inevitable dependencia del azar, del golpe afortunado o
desafortunado (Esto ya no es rock, es pura suerte, escribió
un tal Solari hace más de 17 años). Rockero
por desaliñado y desalineado, por desafinado sonando
todo mal y otras veces desafinado con estilo y con encanto.
Un día el Grammy, otro día el puesto 250 del
ranking con un disco que espanta a los perros. Y así,
tac tac tac como el pinball o el metegol, vivimos la gloria
y buscamos la salida de Devoto, nos miramos al espejo y ponemos
cara de Aquiles sin talón débil y salimos a
la calle y ponemos el pecho, arriba y abajo, éxitos
y fracasos en todas las esquinas. Rockeros de ley, aun aquellos
que no tienen la más mínima idea de qué
canciones grabó Charly García en los ‘70
y los ‘80. Headbangers en la anteúltima fila
del concierto de las naciones, guitarreros viejos, payadores
incurables, amantes del estribillo heroico y el compás
más arrastrado, desesperadamente felices y viceversa,
campeones y suspendidos por doping, acostumbrados al dolor
y con el alma llena de curitas, argentinos al palo.
República Argentina. Territorio: 3.761.274 kilómetros
cuadrados. Población: 36.223.947 habitantes. Idioma
oficial: rock and roll. |