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Un sentimiento |
Por Juan Ignacio Boido
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Supongamos que
nos encontramos en un país lejano, ajeno, un país
de esos que los libros llaman “remotos”. Un país
cuya capital se nos presenta cosmopolita, políglota,
con librerías en las veredas y bares donde los parroquianos
discuten cuestiones que nos son extrañas pero cuyos modos
campechanos y apasionados nos hacen imaginar ideas nobles y
futuros justos, mientras la frescura de las palmeras y el olor
del invierno prístino nos acerca a esa tierra adentro
que todavía no visitamos. Supongamos que nos encontramos
en la plaza principal de esa capital, una plaza cuyo nombre
conmemora la Revolución; y que en la cabecera de esa
plaza la Casa de Gobierno mantiene la tradición de seguir
vistiendo, con estoica grandeza, el mismo color con que doscientos
años antes se engalanó para recibir bajo su techo
a la Libertad: el color de la sangre de sus hijos mezclada con
cal. Supongamos que nos encontramos en un país así,
y que, un poco por necesidad y otro poco por sentirnos parte
de ese lugar, nos acercamos a un hombre y le preguntamos la
hora. Supongamos que el hombre consulte su reloj, mire al cielo
y nos responda: “Son las cuatro menos cuarto, pero por
la tristeza de los pájaros se sienten como las seis y
diez, ¿verdad?”. ¿No nos quedaríamos
sorprendidos, azorados? ¿No pensaríamos, acaso:
“En qué país maravilloso me encuentro. Un
país de caballeros y poetas, un país casi metafísico,
una ciudad de infinitas posibilidades”? ¿O huiríamos
despavoridos?
¿O nos quedaríamos impertérritos, impávidos,
incólumes, porque al final de cuentas conocemos el sentimiento,
nosotros, habitantes de ese país de nombre de plata y
río color de león que inventó la Sensación
Térmica?
¿Qué puede llevar a un país a desafiar
las leyes básicas de la física? ¿Por qué
arrogarse el derecho a convertir un dato fáctico en una
sensación? ¿No es, acaso, la unidad de medida
inamovible por definición? ¿Si compramos dos metros
de lana y nos venden uno setenta quiere decir que el vendedor
sabe que no va a hacer tanto frío?
Quizá por su tradición psicoanalítica,
quizás por su snobismo lacaniano que en todo encuentra
otra cosa, en la Argentina parece profesarse una inclinación
casi esotérica por el síntoma. Por el hecho, por
ejemplo, de que Eva Perón haya muerto a la misma edad
que Cristo. O que un cáncer de lengua haya silenciado
al orador de la Revolución. O que la antropofagia, una
práctica tan perdurable a nivel simbólico, haya
arrasado con la primera fundación de Buenos Aires. O
que la ceguera haya resultado el destino de nuestro escritor
emblemático. O que –digamos– Carlos Gardel
y Charly García compartan las mismas iniciales. O que
–pongamos– un peso valga un dólar. Como las
viejas tribus, que veían en un pájaro negro la
condena de los dioses y en un sacrificio el atajo a la gloria,
la Argentina cultiva, además de soja, la idolatría
a sí misma, y en esas pequeñas bromas cifra su
grandeza o su desgracia. Quizás, el hecho de que la familia
Bin Laden vaya a construir la torre más alta del mundo
debería ser prueba cabal y suficiente de lo lejos y a
salvo que estamos, por ahora, de los grandes simbolismos que
forjan el curso de la Historia.
Es una pena que no haya nada cifrado en la naturaleza argentina
(los adolescentes no tendrían crisis vocacional, los
padres sabrían si tramitar la ciudadanía de la
abuela y los abuelos se podrían ir en paz sabiendo si
valió la pena o no). Pero lo único cifrado en
la Naturaleza (argentina o no) es el instinto de supervivencia:
la saciedad del hambre, la procreación de la especie,
la muerte de los rivales y la defensa de propia progenie. El
resto es civilización: civilización que, como
todas, crece para decaer por su propio peso: el lujo, la displicencia,
la corrupción. Hizo falta un francés para burlarse
de nuestra jactancia: Buenos Aires es la capital de un imperio
que nunca existió. Esta superstición, apoyada
en una tierra fértil y los estertores de un proyecto
educativo que alguna vez fundó el país, debió,
me imagino, dar rienda al hábito de la distorsión.
Después de todo, quien desciende de un imperio que no
existió, bien puede decidir cuál es la temperatura.
Queda para alguna rama de la psicología sociológica,
o para una mitología futura, explicar por qué
todo un país es dado a este tipo de percepciones distorsionadas,
capaces de alcanzar cimas como la geografía imaginaria
(los mapas argentinos incluyen una así denominada “Antártida
Argentina”, a pesar del tratado internacional, suscripto
por este país, que suspendió por tiempo indeterminado
todo reclamo de soberanía). Mientras tanto, a la espera
de esas explicaciones, sería bueno conocer un día
en que la Argentina, como la temperatura, no se explique mediante
la evocación de un sentimiento. Explicar lo que un país
es, o quiere ser, debería resultar tan claro como responder
qué hora es.
Para vuelo, me quedo con la abuela de un amigo, que decía:
“Abrigate que hace un frío de domingo”.
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