Cuando despertó,
la Argentina todavía estaba allí.
Diecisiete años de sueño muestran un panorama
de pesadilla. La Argentina todavía está pero,
como reflejada en un gigantesco retrato de Dorian Gray, monstruosamente
parecida a la original. Diecisiete años de serrucho,
alzas y bajas que coinciden con el período democrático
más largo de la historia argentina, no fueron capaces
de generar un crecimiento acorde del producto bruto por persona,
dejando de lado el obvio chiste educativo.
Mirado de cerca, el retrato es quizá más desalentador.
El subibaja que depositó a la economía casi en
el mismo lugar hizo desbarrancar de a poco todos los índices
sociales. Cada cuesta abajo horadó el empleo, multiplicó
la inequidad en la distribución del ingreso, minó
el poder redistributivo del Estado y despeñó la
calidad de la educación y la salud públicas.
A cada tramo de la travesía por las cimas y simas del
serrucho le correspondió una visión del mundo.
Más aún, cada momento dentro de cada subida o
bajada encontró un punto de vista identificatorio. Algo
lógico si se tiene en cuenta que el panorama no puede
resultar igual desde el pie que desde lo alto de la montaña.
Desfilaron así movimientos históricos, fulminantes
ingresos al primer mundo, libanizaciones y estallidos de disgregación
nacional. Todo condimentado con los correspondientes pronósticos
de cataclismos (siempre acertados) terminales (siempre fallidos).
Pero entre tanta etiqueta diferente, en esos diecisiete años
se mantuvo una constante.
Una bisagra que quedó patéticamente al desnudo
cuando Raúl Alfonsín convocó a Plaza de
Mayo para combatir un golpe de Estado del establishment (afirmando
la necesaria sujeción de la economía a la política)
y terminó repartiendo cascos para las trincheras de la
“economía de guerra” (en una rendición
sin atenuantes de la política frente a la economía).
Su gobierno se transformó entonces, como tan bien reflejaron
sus ojeras, en una larga agonía. Una agonía que
Carlos Menem convirtió en carnaval con el sencillo recurso
de eliminar cualquier atisbo de culpa o escrúpulo. La
economía seguía al mando, ya no por necesidad
sino por placer.
Nadie depositó demasiadas expectativas en el encumbramiento
de la Alianza. La precariedad de la situación no permitía
promesas ni votantes crédulos. Sólo exigía
un cambio: rescatar de su exilio a la política.
El primer gabinete de la Alianza dejó claro que ni siquiera
eso pasaría. La mitad de los asientos fueron ocupados
por economistas mimados del establishment. Sin contar al asesor
estrella del presidente, que fue el encargado de aceitar la
maquinaria con fondos negros.
Librada a sus principales beneficiarios la economía recorrió
sin trabas el camino del infierno, un camino empedrado de ridículas
ganancias hasta el mismo día del estallido. En el altar
del “círculo virtuoso”, que un sincero Fernando
de la Rúa proclamó en su discurso de presentación,
se sacrificó hasta el más pequeño atisbo
de sentido común. Y ya en franca retirada, para recuperar
al enfermo se recurrió a los mismos médicos y
los mismos remedios que lo habían sangrado hasta extenuarlo.
La hiperrecesión –que vale la pena recordar comenzó
en 1998 y se mantuvo hasta 2002– se llevó casi
20 puntos del PBI y dejó a más de la mitad de
la población en la pobreza y casi un tercio en la indigencia.
Desde entonces, el trabajoso repecho del serrucho volvió
a la primera plana de los diarios. Crecimiento del 8,5 por ciento
en 2003, promesas de otro fuerte empujón en 2004. Pero
quizá sea mejor poner el acento en algo menos palpable
aunque seguramente menos efímero: el cambio de la agenda
en la discusión pública.
El estallido de las recetas neoliberales no consiguió
enterrarlas, basta repasar el discurso del FMI y de todos los
economistas y políticos locales que las repiten, y hasta
el de los que desde la izquierda alertan sobre la peligrosidad
de intentar el desafío. Aunque sí alcanzó
para recuperar el sentido de la política, de la importancia
de la voluntad sobre los dictados del mercado. En los últimos
tiempos nos descubrimos discutiendo lo indiscutible. El rol
del Estado en la economía, planes universales para terminar
con la indigencia, alternativas para la creación de empleo,
políticas activas de desarrollo industrial. Mejor dicho,
discutiendo aquello que sólo unos pocos consideraban
discutible.
Cuando despertó, la Argentina todavía estaba
allí.
Dentro de diecisiete años la paráfrasis del
ínfimo cuento de Monterroso podrá ser escrita
otra vez. Pero la interpretación que entonces le darán
los posibles lectores dependerá de cómo se corporice
en gestión el actual debate de esa nueva agenda. Todavía
es demasiado temprano para anticipar si entonces será
tras un sueño o tras otra pesadilla. |