Tengo el vago recuerdo de una primera nota que pispeé
como al pasar en un kiosco de revista, hablaba de una tal
peste rosa de la que había muerto, para espanto mundial
–y de Linda Evans, que lo había besado en la
boca–, el actor Rock Hudson. Era algo que les sucedía
a los hombres homosexuales y cuyo raro síntoma eran
unas manchas que aparecían en la piel –manchas
rosas, por lo que yo malentendí que a eso se refería
el color de la peste–. Fue exactamente en la mitad de
los años ochenta, aunque eso sucedía en algún
lugar lejos de aquí. Recién en 1987 se registró
oficialmente por estos lares el primer enfermo de sida, al
año siguiente ya se contaban los primeros muertos locales:
Federico Moura y Miguel Abuelo. Era así, el sida era
una condena a muerte y además, salvo excepciones, todo
sucedía muy rápido: el diagnóstico llegaba
con los primeros síntomas de decadencia. Ahora parece
obvio decirlo, pero entonces era claramente un problema que
no afectaba a las mujeres, los sospechosos –cualquiera
que tuviera sida era definitivamente peligroso– eran
los gays, obligados en las discos a tomar en vasos descartables
y velados a cajón cerrado si morían, por si
al virus se le ocurría escapar del cuerpo inerte en
busca de uno vivo. Desde entonces el número de casos
empezó a multiplicarse sin que nadie se diera demasiada
cuenta más que los propios afectados. Incluso los afectados
intentaban mirar para otro lado: a pesar de que la infección
empezaba a derramarse mucho más efectivamente que los
goces del modelo que nació en los noventa; más
o menos por esa época los amantes de la noche y sus
intoxicaciones inventaban teorías sobre la no existencia
del virus del vih y hasta se decía que las mujeres
podrían llegar a infectarse, pero ellas no morían
como los varones. Me acuerdo de una entrevista que le hice
más o menos en 1992 a una mítica cantante española,
Alaska, que venía a abrir la disco-restaurante Morocco
(delicias del ingreso al primer mundo, había sucursal
en Madrid, en Nueva York y en Buenos Aires) y en la que ella
aseguraba, porque lo sabía de muy buenas fuentes, que
era imposible infectarse por medio de relaciones sexuales
heterosexuales. Por esa época también hubo un
cambio notorio en la noche de Buenos Aires: la cocaína
era cada vez más barata (delicias del uno a uno) y
la marihuana, más cara, además de escasa. Lejos
habían quedado los primeros tiempos de la primavera
alfonsinista cuando se hicieron un par de marchas a cara descubierta
pidiendo la despenalización del consumo de marihuana.
Raro, ¿no? Los paranoicos creíamos ver cierta
conspiración en este cambio de coordenadas, aunque
en realidad se podría pensar en las reglas de la oferta
y la demanda. Había entonces una estética de
la cocaína a la que suponía productiva, elegante
en sus brillos y fecunda en sus excesos. Era una droga de
yuppies, se decía, aunque se distribuía desde
las villas en donde no había nada de elegante en el
consumo y mucho de violento. Mientras los yuppies la jalaban,
en los barrios bajos se picaban, y el virus del vih viajaba
en jeringas a velocidad sorprendente.
El mundo quedaba cerca entonces, la ilusión de un peso
un dólar permitía viajar y conocer gente, comprar
electrodomésticos, queso francés y ropa de marca.
Sin embargo tanta inclusión no alcanzaba para difundir
masivamente de qué manera se podía evitar la
infección por hiv y sí para generar, cada tanto,
algún debate televisivo sobre si los besos de lengua,
las lágrimas y los mosquitos transmitían o no
el virus (en general parecía que todo lo transmitía,
tanto que hacia 1993 había una campaña que pedía
“ser humano con quienes lo padecen”). De la prevención
se encargaban unas pocas ong como la Comunidad Homosexual
Argentina –era un problema de ellos en definitiva–
y alguna otra como la Fundación Huésped. En
ese momento en que la clase media parecía vivir un
auge de viajes, mejores y más privatizados servicios
y colegios bilingües, paradójicamente, el sida
era un problema de ellos. Más de la mitad de los infectados
registrados tenían estudios secundarios completos y
un tercio eran universitarios (ahora, más de la mitad
apenas han terminado la primaria). Pero eran algunos de ellos,
los de vida disipada sobre todo, o al menos era lo que parecía
pensarse desde el Estado que ni siquiera controlaba efectivamente
los bancos de sangre, como si el sida fuera un problema de
otros. Tanto es así que por esos años fue cuando
una centena de pacientes hemofílicos y de diálisis
se infectaron merced a los tratamientos que recibían
para su enfermedad.
En 1992 murió de sida Néstor Perlongher, pero
vivía hacía un tiempo en Brasil. En 1993 hubo
que despedir a Batato Barea, pero entonces su familia no quería
decir que fue de sida, como tampoco se dijo cuando en el 2000
quien murió fue Cris Miró. El virus puede ser
una epidemia, pero muda, por favor, no vaya a ser que la humanidad
de los otros se escurra de repente frente a quien lo padece.
En ese año hubo una campaña masiva desde el
Estado, decía, con un fondo de preservativos de colores,
“metételo en la cabeza, el sida mata”.
Una lástima, muchos confundían el lugar donde
había que ponerse el preservativo, incluso ahora, cuando
el sida es “un problema de todos”. En 1994 yo
supe que tenía hiv (que obviamente era un pro-blema
de mujeres) y tuve que sacarme de la cabeza que el sida mata.
En 1995 Carlos Menem fue reelecto por lo que se llamó
el voto cuota, por las cuotas que la clase media tenía
pendientes para terminar de pagar todos sus electrodomésticos.
La euforia del uno a uno empezaba a languidecer con la década,
al mismo tiempo que la infección se expandía
sin que provocara demasiadas campañas para evitarlo.
El sida empezó a ser un problema de mujeres, sobre
todo de mujeres pobres, de pobres en general, bah. Pero si
al principio se contaba una mujer cada cuatro personas infectadas,
en ese año ya era una cada tres y ahora mismo la paridad
es un hecho, al punto que en el 2000 la campaña oficial
decìa: “Sida, también un compromiso de
hombres”. En 1996 se anunció una terapia combinada
de drogas que por primera vez permitía pensar que sida
ya no era sinónimo de muerte. Pero pasaron al menos
dos años hasta que esos cócteles estuvieron
disponibles en el país; en el medio murieron miles,
sabiendo que podrían haber sobrevivido. Cuando la entrega
gratuita de medicamentos fue una obligación tanto para
las obras sociales como para las prepagas, la crisis económica
y la amenaza del fin de la convertibilidad retaceaban la disponibilidad
de las drogas vitales. Pero como ya no era tan automático
eso de morirse de sida, el tema perdió espectacularidad,
espacio en los medios y en la agenda política. El miedo,
sin embargo, no perdió ninguna vigencia. Todos sabemos
cómo prevenirlo, sabemos que el preservativo es necesario,
pero cuando hay enfrente alguien con hiv, parece que se desintegrara
su capacidad de barrera. Después de la crisis del 2001,
la devaluación –que hizo desaparecer otra vez
los medicamentos durante meses completos– y la reactivación,
nada cambió demasiado. El sida es la segunda causa
de muerte de mujeres jóvenes y la transmisión
de madre a hijo en el país es de las más altas
de toda América. Más allá de cualquier
montaña rusa, la epidemia siempre está subiendo
la cuesta. El interés por ponerle un límite,
al borde del abismo. En definitiva, el perfil de los infectados
se parece cada vez más a la descripción de la
exclusión, y esa gente, se sabe, puede morir de cualquier
cosa. |