1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Descubrimiento del Sida


Por Marta Dillon

 

Tengo el vago recuerdo de una primera nota que pispeé como al pasar en un kiosco de revista, hablaba de una tal peste rosa de la que había muerto, para espanto mundial –y de Linda Evans, que lo había besado en la boca–, el actor Rock Hudson. Era algo que les sucedía a los hombres homosexuales y cuyo raro síntoma eran unas manchas que aparecían en la piel –manchas rosas, por lo que yo malentendí que a eso se refería el color de la peste–. Fue exactamente en la mitad de los años ochenta, aunque eso sucedía en algún lugar lejos de aquí. Recién en 1987 se registró oficialmente por estos lares el primer enfermo de sida, al año siguiente ya se contaban los primeros muertos locales: Federico Moura y Miguel Abuelo. Era así, el sida era una condena a muerte y además, salvo excepciones, todo sucedía muy rápido: el diagnóstico llegaba con los primeros síntomas de decadencia. Ahora parece obvio decirlo, pero entonces era claramente un problema que no afectaba a las mujeres, los sospechosos –cualquiera que tuviera sida era definitivamente peligroso– eran los gays, obligados en las discos a tomar en vasos descartables y velados a cajón cerrado si morían, por si al virus se le ocurría escapar del cuerpo inerte en busca de uno vivo. Desde entonces el número de casos empezó a multiplicarse sin que nadie se diera demasiada cuenta más que los propios afectados. Incluso los afectados intentaban mirar para otro lado: a pesar de que la infección empezaba a derramarse mucho más efectivamente que los goces del modelo que nació en los noventa; más o menos por esa época los amantes de la noche y sus intoxicaciones inventaban teorías sobre la no existencia del virus del vih y hasta se decía que las mujeres podrían llegar a infectarse, pero ellas no morían como los varones. Me acuerdo de una entrevista que le hice más o menos en 1992 a una mítica cantante española, Alaska, que venía a abrir la disco-restaurante Morocco (delicias del ingreso al primer mundo, había sucursal en Madrid, en Nueva York y en Buenos Aires) y en la que ella aseguraba, porque lo sabía de muy buenas fuentes, que era imposible infectarse por medio de relaciones sexuales heterosexuales. Por esa época también hubo un cambio notorio en la noche de Buenos Aires: la cocaína era cada vez más barata (delicias del uno a uno) y la marihuana, más cara, además de escasa. Lejos habían quedado los primeros tiempos de la primavera alfonsinista cuando se hicieron un par de marchas a cara descubierta pidiendo la despenalización del consumo de marihuana. Raro, ¿no? Los paranoicos creíamos ver cierta conspiración en este cambio de coordenadas, aunque en realidad se podría pensar en las reglas de la oferta y la demanda. Había entonces una estética de la cocaína a la que suponía productiva, elegante en sus brillos y fecunda en sus excesos. Era una droga de yuppies, se decía, aunque se distribuía desde las villas en donde no había nada de elegante en el consumo y mucho de violento. Mientras los yuppies la jalaban, en los barrios bajos se picaban, y el virus del vih viajaba en jeringas a velocidad sorprendente.
El mundo quedaba cerca entonces, la ilusión de un peso un dólar permitía viajar y conocer gente, comprar electrodomésticos, queso francés y ropa de marca. Sin embargo tanta inclusión no alcanzaba para difundir masivamente de qué manera se podía evitar la infección por hiv y sí para generar, cada tanto, algún debate televisivo sobre si los besos de lengua, las lágrimas y los mosquitos transmitían o no el virus (en general parecía que todo lo transmitía, tanto que hacia 1993 había una campaña que pedía “ser humano con quienes lo padecen”). De la prevención se encargaban unas pocas ong como la Comunidad Homosexual Argentina –era un problema de ellos en definitiva– y alguna otra como la Fundación Huésped. En ese momento en que la clase media parecía vivir un auge de viajes, mejores y más privatizados servicios y colegios bilingües, paradójicamente, el sida era un problema de ellos. Más de la mitad de los infectados registrados tenían estudios secundarios completos y un tercio eran universitarios (ahora, más de la mitad apenas han terminado la primaria). Pero eran algunos de ellos, los de vida disipada sobre todo, o al menos era lo que parecía pensarse desde el Estado que ni siquiera controlaba efectivamente los bancos de sangre, como si el sida fuera un problema de otros. Tanto es así que por esos años fue cuando una centena de pacientes hemofílicos y de diálisis se infectaron merced a los tratamientos que recibían para su enfermedad.
En 1992 murió de sida Néstor Perlongher, pero vivía hacía un tiempo en Brasil. En 1993 hubo que despedir a Batato Barea, pero entonces su familia no quería decir que fue de sida, como tampoco se dijo cuando en el 2000 quien murió fue Cris Miró. El virus puede ser una epidemia, pero muda, por favor, no vaya a ser que la humanidad de los otros se escurra de repente frente a quien lo padece. En ese año hubo una campaña masiva desde el Estado, decía, con un fondo de preservativos de colores, “metételo en la cabeza, el sida mata”. Una lástima, muchos confundían el lugar donde había que ponerse el preservativo, incluso ahora, cuando el sida es “un problema de todos”. En 1994 yo supe que tenía hiv (que obviamente era un pro-blema de mujeres) y tuve que sacarme de la cabeza que el sida mata. En 1995 Carlos Menem fue reelecto por lo que se llamó el voto cuota, por las cuotas que la clase media tenía pendientes para terminar de pagar todos sus electrodomésticos. La euforia del uno a uno empezaba a languidecer con la década, al mismo tiempo que la infección se expandía sin que provocara demasiadas campañas para evitarlo. El sida empezó a ser un problema de mujeres, sobre todo de mujeres pobres, de pobres en general, bah. Pero si al principio se contaba una mujer cada cuatro personas infectadas, en ese año ya era una cada tres y ahora mismo la paridad es un hecho, al punto que en el 2000 la campaña oficial decìa: “Sida, también un compromiso de hombres”. En 1996 se anunció una terapia combinada de drogas que por primera vez permitía pensar que sida ya no era sinónimo de muerte. Pero pasaron al menos dos años hasta que esos cócteles estuvieron disponibles en el país; en el medio murieron miles, sabiendo que podrían haber sobrevivido. Cuando la entrega gratuita de medicamentos fue una obligación tanto para las obras sociales como para las prepagas, la crisis económica y la amenaza del fin de la convertibilidad retaceaban la disponibilidad de las drogas vitales. Pero como ya no era tan automático eso de morirse de sida, el tema perdió espectacularidad, espacio en los medios y en la agenda política. El miedo, sin embargo, no perdió ninguna vigencia. Todos sabemos cómo prevenirlo, sabemos que el preservativo es necesario, pero cuando hay enfrente alguien con hiv, parece que se desintegrara su capacidad de barrera. Después de la crisis del 2001, la devaluación –que hizo desaparecer otra vez los medicamentos durante meses completos– y la reactivación, nada cambió demasiado. El sida es la segunda causa de muerte de mujeres jóvenes y la transmisión de madre a hijo en el país es de las más altas de toda América. Más allá de cualquier montaña rusa, la epidemia siempre está subiendo la cuesta. El interés por ponerle un límite, al borde del abismo. En definitiva, el perfil de los infectados se parece cada vez más a la descripción de la exclusión, y esa gente, se sabe, puede morir de cualquier cosa.