Es cierto. Hay una constante argentina que se repite a lo
largo de su historia, pero en especial en las últimas
tres décadas: los que llegan arriba, después
bajan y, maravilla de la naturaleza política y económica,
vuelven a aparecer arriba. Eterno subibaja, no potestad de
todos sino de algunos. Con sólo tomar fuerza y pegar
una patadita, olalá, otra vez arriba. Claro, el otro
también juega, e inexorablemente hundirá a aquel
que supo estar en la cima. Pero hay revancha, en eso consiste
el juego, en perdurar el ascenso, soportar estoicamente la
caída y subir otra vez. La estrategia no es evitar
la caída sino la pérdida de la manija. Nadie
que se precie de buen subibajista se desprenderá de
esa silla mientras pueda. Claro, en la plaza todos quieren
montarse al subibaja, pero hay espacio para pocos. Con tal
de jugar a algo, la mayoría termina haciendo una apretada
cola en la escalera del tobogán. Ese metafórico
juego donde el único ascenso (con esfuerzo y sufriendo
los nauseabundos calzoncillos del de arriba, pero haciendo
sufrir los propios al de abajo) es tan sólo una ilusión,
porque todo consiste en subir para sentir el vértigo
de lanzarse en caída. Al principio da miedo tirarse
desde tan alto, y uno quiere quedarse para siempre, pero están
los otros que empujan y mamá que, desde abajo, pide:
“Dale, no seas miedoso, tirate”. Y la criatura
común aprende que no debe quedarse arriba y a desear
el vértigo.
Pero hay quienes supieron encontrarle la vuelta a la cuestión
e inventaron el subigán. Se trata de un aparejo mitad
subibaja y mitad tobogán. En ese juego sólo
emplean la parte del subibaja que sube y la parte del tobogán
que es su cima. Nada de andar subiendo con esfuerzo ni sufriendo
vértigos al bajar. Eso es para otros. Sólo el
hartazgo de tanta mirada desde la cúpula hace que esos
quienes se decidan por el retiro.
Me refiero a los emblemáticos uniformados de la cúpula
de la Bonaerense. O de la ex Bonaerense, según desde
qué punto de vista se lo mire. Aclaro, desde el mío
sigue siéndolo. Porque han perdurado por siempre. Hace
pocos días me enteré de una reunión.
Habían participado aquellos apellidos que para el público
ya no existían. Que un Vitelli, que un Andrés,
que unos cuantos ilustres que supieron seguir el ejemplo de
sus maestros, el lama Camps, su apóstol Etchecolatz,
y el discípulo tibetano, el Polaco Klodczyk, que hicieron
de esa fuerza corrupta, sí, pero barroca e ineficiente
en la temida Maldita Policía, sólo ineficiente
para los demás.
¿Con quién se habían reunido los retirados
del subigán? Nada menos que con el honorable senador
justicialista Horacio Román, el mismo que fue denunciado
hace un mes por enriquecimiento ilícito. El mismo que
controló durante años la presidencia nada menos
que de la Comisión de Seguridad del Senado. Román,
el todopoderoso moronense.
Se habían reunido para clamar a gritos, no al honorable
Román, que es un padre más que amigo, sino clamar
a gritos que no se apruebe uno de los proyectos de ley de
León Arslanian, proyecto que propone arrancarles la
caja de retiros a la Bonaerense, la misma caja que ha financiado
tantas campañas de intendente y tanto comisario hacendado.
En pocas palabras, aquellos que públicamente se daban
por ya retirados de toda plaza, resulta que están allá
arriba del subigán, manteniendo el equilibrio en base
a ninguna otra cosa que seguir siendo esa arruinada metáfora
machista de los verdaderos porongas. Es con ellos, o con sus
adláteres, con quienes el poder de turno negocia. Con
el Chorizo Rodríguez (en realidad Choriso, con “ese”,
porque deviene de chorear y no del embutido ni de ningún
fenómeno corporal, como quiso sugerir el propio Choriso
en una ocasión, ante una pregunta de mi amigo Carlos
Rodríguez). El Ñoño Naldi, dueño
de empresas de seguridad con las que compra aquí y
allá las voluntades de comisarios, lo que le da una
envidiable capacidad de lobby. Cada uno de los porongas retirados
tiene sus fichas en actividad, fichas que los transforman
en necesarios para intendentes y punteros del PJ. El conocido
trípode que jamás se corta y llave maestra para
que la Bonaerense deje de serlo. Con semejante escuela, uno
se explica que los de abajo duden si seguir cobrando el sueldo
y arriesgar la propia vida o intentar entrar en la rosca arriesgando
la vida ajena. Ya se ha visto: si paradójicamente caen
en cana, será la institución la que los proteja.
Se supone que esto va en camino de no ser más. Se supone.
Antes habrá que investigar en qué plaza jugaron
de niños tanto apellido ilustre, si es que alguna vez
lo fueron. |