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Vértigo |
Por Alan Pauls
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Hago todo lo posible
por evitarlo, pero cada vez que pienso en un icono de la argentinidad
me viene a la cabeza la imagen del Mono Gatica flameando ensangrentado,
con la cara centrifugada por los golpes, como en un cuadro de
Bacon, en el centro del ring abstracto donde Leonardo Favio
lo hizo abrirse paso y pegar y ser grande y caer en Gatica,
el clásico que filmó a mediados de los años
‘90. Esa imagen y ese sonido: el rostro de un ídolo
completamente desfigurado, casi irreconocible, sonriendo contra
el fondo de una orquesta kitsch, ciega, que sigue celebrando
con pompa una apoteosis de la que sólo vemos los escombros.
La argentinidad como una simultaneidad escandalosa, a mitad
de camino entre el masoquismo cristiano y una crueldad de protocolo
sadiano: calvario y éxtasis, desangramiento y euforia,
catástrofe y goce. Al mismo tiempo.
En rigor, el icono cristaliza en una pose única lo que
la historia despliega en forma de relato: proyectado a escala
histórica, el vértigo del héroe-mártir,
que nunca es tan grande como cuando sucumbe, se deshilvana en
una secuencia más o menos rítmica, más
o menos sanguinaria, de subas y bajas, cimas y abismos, elevaciones
y caídas. La ciclotimia argentina es el icono-Gatica
más una oportuna inyección de tiempo; ya no es
instantánea sino narrativa, y la lógica que la
rige es, siempre, el fanatismo, modo torpe, hiperkinético
y abrumador en el que persistimos en experimentar todos esos
resentimientos que confundimos con “intensidad”.
Y la lógica del fanatismo, prodigio infantil, es siempre
la lógica de la decepción. Del Alfonsín
del ‘83 hasta la fecha, la historia anímica del
progresismo se superpone con alarmante prolijidad con un rosario
de euforias y desencantos, uno de cuyos puntos culminantes (no
el único) fue la Alianza que llevó a De la Rúa
al poder y al país, apenas dos años después,
al incendio. Todos somos Mark Chapman, groupies inconsolables,
y nada nos estremece tanto como liberar la faca que sofocábamos
en un bolsillito y hundirla en la carne del ídolo o la
Causa de las que dependían, apenas un segundo atrás,
todas nuestras promesas de felicidad. Porque, en la decepción,
nuestras fuerzas, antes dispersas en la esperanza, recobran
aliento, se tonifican, redescubren toda la agresividad que habían
depuesto en aras de adherir. Decepcionados resucitamos.
¿Quién no se topó, en los últimos
años, con alguno de esos europeos movedizos que, alucinados
por la capacidad argentina de resucitar, abandonan unos meses
el horizonte previsible de sus medianías y vienen a darse
un baño de vértigo a las calles argentinas, donde
el lunes la gente vitorea a sus flamantes esperanzas blancas
y el martes las ennegrece con el humo de neumáticos quemados?
El primer mundo nos da lecciones de civilización; nuestra
retribución, a la vez espasmódica y regular, es
esa pedagogía del defraudado. Y uno piensa o teme pensar:
¿y si eso –esa compulsión a adherir, decepcionarse
y resucitar– fuera realmente la pasión, la pasión
argentina, fuente de todas las atrocidades que los corresponsales
extranjeros redactan mientras frenan los gases con pañuelos
y de todas las hazañas artístico-culturales que
los turistas valoran como milagros? Hace algún tiempo
(primeros meses del 2002, tiempos de caos: todo era o parecía
múltiple y aterrador y posible), en un rapto no sé
si de optimismo o de desazón, imaginé a la Argentina
como un gigantesco canal de cable –mezcla omnívora
de weather channel especializado en tormentas, reality tv, señal
de comedia y laboratorio de programas piloto siempre rechazados–
que el mundo sintonizaba de vez en cuando para procurarse los
toques de adrenalina que exige toda existencia confortable.
Me da la impresión, ahora, de que el formateo televisivo
que había imaginado entonces estaba lejos de ser el más
desolador, y que la malcriada lógica bursátil
de las euforias y decepciones argentinas es infinitamente más
temible.
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