1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Vértigo


Por Alan Pauls

Hago todo lo posible por evitarlo, pero cada vez que pienso en un icono de la argentinidad me viene a la cabeza la imagen del Mono Gatica flameando ensangrentado, con la cara centrifugada por los golpes, como en un cuadro de Bacon, en el centro del ring abstracto donde Leonardo Favio lo hizo abrirse paso y pegar y ser grande y caer en Gatica, el clásico que filmó a mediados de los años ‘90. Esa imagen y ese sonido: el rostro de un ídolo completamente desfigurado, casi irreconocible, sonriendo contra el fondo de una orquesta kitsch, ciega, que sigue celebrando con pompa una apoteosis de la que sólo vemos los escombros. La argentinidad como una simultaneidad escandalosa, a mitad de camino entre el masoquismo cristiano y una crueldad de protocolo sadiano: calvario y éxtasis, desangramiento y euforia, catástrofe y goce. Al mismo tiempo.
En rigor, el icono cristaliza en una pose única lo que la historia despliega en forma de relato: proyectado a escala histórica, el vértigo del héroe-mártir, que nunca es tan grande como cuando sucumbe, se deshilvana en una secuencia más o menos rítmica, más o menos sanguinaria, de subas y bajas, cimas y abismos, elevaciones y caídas. La ciclotimia argentina es el icono-Gatica más una oportuna inyección de tiempo; ya no es instantánea sino narrativa, y la lógica que la rige es, siempre, el fanatismo, modo torpe, hiperkinético y abrumador en el que persistimos en experimentar todos esos resentimientos que confundimos con “intensidad”. Y la lógica del fanatismo, prodigio infantil, es siempre la lógica de la decepción. Del Alfonsín del ‘83 hasta la fecha, la historia anímica del progresismo se superpone con alarmante prolijidad con un rosario de euforias y desencantos, uno de cuyos puntos culminantes (no el único) fue la Alianza que llevó a De la Rúa al poder y al país, apenas dos años después, al incendio. Todos somos Mark Chapman, groupies inconsolables, y nada nos estremece tanto como liberar la faca que sofocábamos en un bolsillito y hundirla en la carne del ídolo o la Causa de las que dependían, apenas un segundo atrás, todas nuestras promesas de felicidad. Porque, en la decepción, nuestras fuerzas, antes dispersas en la esperanza, recobran aliento, se tonifican, redescubren toda la agresividad que habían depuesto en aras de adherir. Decepcionados resucitamos.
¿Quién no se topó, en los últimos años, con alguno de esos europeos movedizos que, alucinados por la capacidad argentina de resucitar, abandonan unos meses el horizonte previsible de sus medianías y vienen a darse un baño de vértigo a las calles argentinas, donde el lunes la gente vitorea a sus flamantes esperanzas blancas y el martes las ennegrece con el humo de neumáticos quemados? El primer mundo nos da lecciones de civilización; nuestra retribución, a la vez espasmódica y regular, es esa pedagogía del defraudado. Y uno piensa o teme pensar: ¿y si eso –esa compulsión a adherir, decepcionarse y resucitar– fuera realmente la pasión, la pasión argentina, fuente de todas las atrocidades que los corresponsales extranjeros redactan mientras frenan los gases con pañuelos y de todas las hazañas artístico-culturales que los turistas valoran como milagros? Hace algún tiempo (primeros meses del 2002, tiempos de caos: todo era o parecía múltiple y aterrador y posible), en un rapto no sé si de optimismo o de desazón, imaginé a la Argentina como un gigantesco canal de cable –mezcla omnívora de weather channel especializado en tormentas, reality tv, señal de comedia y laboratorio de programas piloto siempre rechazados– que el mundo sintonizaba de vez en cuando para procurarse los toques de adrenalina que exige toda existencia confortable. Me da la impresión, ahora, de que el formateo televisivo que había imaginado entonces estaba lejos de ser el más desolador, y que la malcriada lógica bursátil de las euforias y decepciones argentinas es infinitamente más temible.