Los accidentes
de tránsito son un asunto político: uno de esos
asuntos que no aparecen en la sección Política
de los medios, que deben ser dilucidados de entre la información
general y que por eso mismo, quizá, pueden arrojar
alguna verdad en la cara de la política que se nombra
como tal. En los últimos 17 años, la inseguridad
vial se ha presentado en la escena pública con ritmo
eventual y espasmódico, en unos ralos picos de serrucho.
Pero los muertos por el tránsito, desde que este diario
existe, ascienden, según datos oficiales, a 120.000
(ciento veinte mil) personas.
Un peatón y un automovilista confluyen en una bocacalle:
¿quién cederá el paso a quién?
Según la norma oficial, tiene prioridad el peatón.
Según la norma que de hecho rige, cruzará primero
el automovilista. ¿Por qué?
¡Porque si no me atropella!, contesta el peatón.
Entonces, la norma puede enunciarse como especie del siguiente
género: el poderoso tiene derecho a imponer su voluntad
por sobre la del más débil, y ambos aceptan
este derecho como natural.
No es exacto que en la Argentina se incumplan las normas viales.
No es que haya una suerte de anomia o anarquía sino
que existe, en rigor, una normativa precisa, que no es la
que rige formalmente pero goza de aceptación social.
Por ejemplo, según la normativa oficial, la luz amarilla
del semáforo es señal de reducir la velocidad,
precaverse y detenerse. La normativa que de hecho rige es
diferente: a) cuando la luz amarilla es la que precede a la
roja, el conductor la interpreta como señal de aumentar
la velocidad y de cruzar sin precaución; b) cuando
la amarilla precede a la verde, el conductor, detenido ante
el semáforo, la interpreta también como señal
de avanzar, aunque en este caso con alguna precaución,
ya que por la transversal puede venir otro vehículo
que, en obediencia a la norma a), cruzará a gran velocidad
y sin precaverse.
Así, también la lectura socialmente normatizada
de los semáforos resulta priorizar al que se presenta
como más fuerte, en este caso por venir a mayor velocidad.
En cuanto al cinturón de seguridad, no es que meramente
se incumpla la obligación de emplearlo: la norma que
se aplica es no utilizarlo, ya que su uso vendría a
contrariar la negación social del riesgo de accidentes,
a su vez necesaria para sostener las normas anteriores.
El incumplimiento de estas normas de hecho tiene sanción
social: el automovilista que ceda paso al peatón recibirá
bocinazos impacientes de los que vienen atrás; el peatón
que saque los pies del plato podrá ser atropellado.
La aplicación de las normas de tránsito validadas
internacionalmente requiere un cuerpo policial especializado
y no corrupto, cuya acción, a diferencia de la de otros
cuerpos policiales, no prioriza la protección de las
personas o bienes de las clases sociales relativamente elevadas.
Esa policía no existe en la Argentina, y no hay ningún
movimiento social consistente en favor de su instauración.
Es que la inseguridad vial sólo toma lugar en la opinión
pública, y en los medios de comunicación, en
los picos de serrucho de accidentes cuya configuración
noticiosa los haga aptos para sostener la figura del “asesino
al volante”, al cual se le aplicará una lógica
de segregación. Segregación en la culpa atribuida,
lo cual sostiene la creencia en que la causa de la inseguridad
no es social sino individual. Segregación en el castigo
exigido, la cárcel, lo cual sostiene la creencia en
que el mal puede aislarse del cuerpo social. Encarcelado el
“asesino”, se clausura la noticia, y todo el procedimiento
periodístico-judicial habrá servido para sostener
la normativa vial que rige de hecho.
Así, la inseguridad vial en la Argentina remite al
vaciamiento de una legalidad que, relegada a lo formal, es
suplantada por otra legalidad de hecho que sostiene privilegios
de poder y que permanece invisible, naturalizada y sostenida
en el tiempo mediante procedimientos de inculpación
selectiva y segregación. Esta violencia, ¿no
es política?
|