
por Fernando D´Addario

Debo confesar que reparé en la existencia de Mirko Vucinic cuando el fatalismo geopolítico se ensañó con él: hasta el domingo pasado el delantero del Lecce italiano era un integrante más del seleccionado de Serbia y Montenegro; desde ese día, es el único montenegrino de un “equipo-nación” que, ontológica y políticamente, dejó de ser tal. Es difícil imaginar el grado de perplejidad que debe embargar a un futbolista elegido para representar a un país inexistente. Ante una cuestión burocráticamente tan compleja, no es menor la confusión que se apodera de nosotros, los argentinos, acostumbrados fundir las nociones de fútbol y patria en un cambalache fetichista.
Frente a la dificultad para conseguir una foto de Vucinic (olvidé por un momento que en Internet los obstáculos fronterizos se sortean con un simple click), acudí a mi ahijado de 10 años, Cucho, que está juntando figuritas para su álbum del Mundial de Alemania. Sin tiempo para deconstruir a los ponchazos la historia caótica de los Balcanes, le expliqué torpemente que la figurita que necesitaba estaba en la página de Serbia y Montenegro, que antes era un solo país y ahora son dos. Su contestación prescindió de rigor sociopolítico, pero abundó en lógica futbolera: “¿Y qué tiene que ver que sean dos países, si el equipo sigue siendo uno solo...?”.
No sé si el fútbol une o divide a los pueblos; sólo puedo decir que yo recién supe de un país llamado Yugoslavia a los 8 años, también gracias a un álbum de figuritas, en este caso, el del Mundial ‘74. Por entonces, lo primero que me llamó la atención fue la homogeneidad lingüística de los apellidos de sus jugadores: todavía recuerdo nombres como Bogicevic y Dzajic que, sin ninguna otra referencia cultural a mano, me transmitían una idea de cohesión, de afinidad orgánica. Acaso porque rompía esa unidad monolítica, uno de mis ídolos –una idolatría absurda, seguramente, propia de mis ocho años– era Oblak, figura en un histórico 9-0 frente a Zaire. Nunca necesité preguntar si Oblak era serbio, croata, esloveno, macedonio o montenegrino. Consulté a mi padre por Yugoslavia y me ilustró sobre el Mariscal Tito, sobre su fortaleza para defender su comunismo sui generis frente a las potencias europeas y la Unión Soviética. A partir de allí también fui hincha de Tito. Mucho más tarde me enteré de que aquella aparente homogeneidad de las figuritas de fútbol era ficticia, apenas una convención política. La misma que hoy, en otro contexto, determina que Mirko Vucinic no sea yugoslavo sino montenegrino.
Todo eso me hizo pensar en el absurdo que implica la certeza de “sentirme argentino”, mientras espero el debut de “mi” selección en el Mundial. ¿Sobre qué cimientos está asentada esa pertenencia casi esotérica? No hay mandato divino ni llamado histórico de la sangre y de la tierra que me embanderen necesariamente con la celeste y blanca; tan sólo el azar y el resultado de sucesivos avatares históricos marcaron –con trazo grueso pero no definitivo– mi condición de argentino hasta la muerte. Pienso en una hipotética (ni Dios ni la Virgen ni los Santos lo permitan) “balcanización” argentina, impensable políticamente (mayo de 2006), pero no exenta de cierta viabilidad étnica. Sin ánimo de ser alarmista, en un lejano siglo XXIII, con otra configuración regional y una realidad geopolítica diferente, tal vez la Argentina sea otra cosa. Quizá no exista más, o –por imperio de un descubrimiento energético revolucionario– se convierta en un apéndice minúsculo de una Confederación de Repúblicas Bolivarianas (con capital en Potosí). La propia historia del mundo obliga a contemplar arbitrariedades azarosas que relativizan cualquier fanatismo basado en la territorialidad. Si a los Reyes Católicos no les hubiese ido tan bien, tal vez este artículo estaría escrito en catalán, o en portugués. De haber existido el fútbol competitivo en 1840, el irreconciliable clásico sudamericano no hubiese sido Argentina-Brasil sinoBuenos Aires-Entre Ríos (hoy provincias hermanadas –Jorge Busti y Felipe Solá mediante– en el conflicto contra la Banda Oriental del Uruguay).
En la vida se gana y se pierde: una eventual autonomía de la provincia de Santa Fe nos libraría de Reutemann, pero nos privaría asimismo de las gambetas de Messi. Más preocupados deberían estar los tucumanos, que si debieran formar un seleccionado de fútbol tras una aventura separatista, se encontrarían con Krupoviesa como principal figura autóctona.
No pretendo con esto alarmar a los nacionalistas. A corto plazo, nuestra argentinidad al palo está garantizada: con su batería publicitaria, las argentinísimas Repsol, CTI, Coca-Cola, Quilmes y Carrefour no van a permitir que decaiga ese “sentimiento inexplicable” de tener la celeste y blanca en el pecho durante veinte días (o una semana, como en 2002). En mi caso, tanto patriotismo coercitivo torció mi favoritismo: brindo por Serbia y Montenegro, o como quiera que se llame. Y por los goles de Mirko Vucinic, el delantero que no sabe para quién juega, y que, para colmo (mi ahijado me acaba de confirmar) no aparece ni en el álbum de figuritas del Mundial 2006.