Suplemento especial

Richard Dawkins

El genio de los genes

por Juan Ignacio Boido

Richard Dawkins

Hace 30 años, la comunidad científica recibió con sorpresa y polémica la publicación de un libro que cambiaría la manera de concebir la vida humana. Su autor se llamaba Richard Dawkins y su tesis era sencilla y lacerante: los seres humanos no somos más que replicantes, máquinas ciegamente programadas para transportar y garantizar la supervivencia de la información molecular que llamamos genes. Fuimos creados por ellos, estamos a su servicio y es su supervivencia la que impera por sobre la nuestra. El libro se llamaba, coherentemente, El gen egoísta. Era un libro que iba más allá de la biología, ofrecía una visión inédita de las conexiones entre cuerpo y mente, ciencia y filosofía, y convertía a su autor en un nombre peligroso, como en su momento y a su medida lo fueron el de Marx o el de Darwin.

Lo curioso es que durante las conferencias, charlas y homenajes que se le rindieron este año, y en las cuales un amplio espectro de científicos reconoció la importancia que aún hoy tiene El gen egoísta, el propio Dawkins ofreció una confesión inesperada: si volviera a escribir el libro, lo escribiría exactamente igual, con excepción del título. Hoy, dijo, lo llamaría El gen altruista.

El cambio de una palabra por otra en el título responde, según Dawkins, a dos motivos. El primero, corregir un equívoco que ha permitido a muchos de sus críticos endilgarle una posición que no tiene: la de atribuir al ser humano un egoísmo biológicamente intrínseco. Por el contrario, su tesis aventura que la supervivencia de ese material del que somos depositarios llevará, indefectiblemente, a una creciente cooperación entre todos los hombres, a un comportamiento altruista.

El segundo motivo, más sutil, casi una muestra de humor, responde a la necesidad de honrar eso que la Naturaleza, a través de la ciencia, nos ha enseñado sobre nosotros mismos, en beneficio de nuestra propia supervivencia. En los treinta años que separan un título del otro, la ciencia nos ha enseñado más que lo que hasta la voracidad insaciable de los medios de difusión es capaz o está dispuesta a digerir. La cibernética bien puede ser la idea más revolucionaria de los últimos 2000 años y el presente se encuentra a merced de una espiral de cambios cuyo cambio más asombroso es la velocidad misma del cambio. La ciencia moldea nuestra cultura día a día. El milagro de la vida es descompuesto, igual que un truco de magia ante los ojos de un chico, en una precisa y sencilla secuencia química. La matemática se convierte en la Piedra Rosetta del mundo material. La biología libera a la ecología del cargo de bienintencionada y la llena de sensatez: no es la Tierra la que corre peligro sino el Hombre. Hoy, en definitiva, las ideas científicas parecen ser de nuevo reservorios para las artes, la filosofía y las ciencias sociales.

Pero, en una época en la que los títulos se leen más que los libros que los acompañan, en el que las palabras se adhieren con la facilidad de los slogans, Dawkins considera indispensable comenzar a ajustar el uso de las palabras al entendimiento al que están sometidas.

Un ejemplo: incluso en los círculos más bienpensantes o progresistas (o incluso revolucionarios), es común escuchar o leer sobre el bienaventurado “encuentro de las razas”, o sobre el oprobio que todavía hoy padece “la raza negra” en Sudáfrica o Estados Unidos, o sobre el cansancio de “las razas indígenas” de América latina o la creciente tolerancia o intolerancia de “los blancos” en tal o cual lugar del mundo. La verdad es que ya desde hace años la lectura del código genético –una lectura con cierta dificultad, es cierto, como un idioma que recién empezamos a hablar, que no podemos pronunciar del todo bien, pero que ya entendemos– ha comprobado que en la especie humana esa categoría de “raza”, tan arraigada, simplemente no existe. Ningún científico, sea cual fuere su área de especialización, avalaría el uso del término o su existencia. Ya no es una cuestión de tolerancia: tratar al otro como a un igual no es una elección u obligación que caen dentro de las órbitas de la fe, la buena disposición del corazón o –ni siquiera– de una ley laica y democrática, sino una realidad biológica: ni un riñón, ni una retina, ni un litro de sangre conocen de razas en el momento de un trasplante. El concepto mismo de raza iría en contra de la idea de cooperación.

Ese es el altruismo del que habla Dawkins treinta años después: el altruismo del que estamos hechos, el altruismo que intenta poner de relieve en el segundo título de su libro. Porque sabe que, incluso hablando de genes, las palabras no son ajenas al mundo. El lenguaje es un virus, decía William Burroughs. Pero también puede ser una vacuna.

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