Suplemento especial

La chica de tapa

por Marta Dillon

Clara Sajnovestky

Tiene el humor suficiente como para decir que su primera dificultad fue un regalo de Reyes. Es que fue justo en esa fecha del año 1953 que le diagnosticaron poliomielitis. Hacía seis meses que había aprendido a caminar cuando su cuerpo olvidó cada uno de los movimientos que hacían felices a sus padres, esa forma de sacudir los brazos a mitad de camino entre batracios y reptiles que tienen los bebés incluso cuando ya se desplazan erguidos. Sobrevivió, con un 80 por ciento de su capacidad inerme. A los dos años la dificultad le hizo una zancadilla que ella todavía esquiva con una sonrisa que nace de la ironía pero nunca de la aceptación. Quien acepta blandamente no desafía y para Clara Sajnovestky no hay ni hubo otra manera de encarar el mundo. El relato de las operaciones que sufrió sería tedioso de enumerar; además no quita ni agrega, seguramente es más gráfico relatar el modo en que se arremangaba el miedo para tirarse desde la silla donde la sentaban con tal de ver más allá del punto fijo al que la condenaban. Con el tiempo, ese porcentaje de inmovilidad se fue achicando. Consiguió trabajar y estudiar, se recibió de abogada, después de escribana y además fue pródiga. Aprendió a hacer negocios financieros, nada loables por cierto, pero suficientes para alimentar a su familia, pagar los estudios de su hermano, reemplazar a su madre en el cuidado de los suyos cuando ésta se deprimió por la pérdida de un hijo. Armaba mesas de dinero, invertía en comercios que daban trabajo a primas, tíos y hasta le alcanzó para construir el mausoleo que su padre -ella sabe– había querido. El no alcanzó a visitarla en prisión. Muy pocos de los que se beneficiaron con su arte para el dinero la visitaron. Pero las mujeres encarceladas aprenden rápido a entender el abandono, es una condición de género esa de postergar las necesidades propias para cubrir las de otros y entonces cuando piden es difícil escucharlas. ¿O acaso no era ella tan omnipotente como para subir las escaleras de Tribunales empujándose con sus muletas sin siquiera una baranda con tal de cumplir con sus trámites a tiempo? Así la retrataron alguna vez cámaras ocultas destinadas a denunciar la falta de infraestructura en los edificios públicos. Un hecho que ella detestó, porque sí, porque se sintió omnipotente alguna vez, porque le costaba reconocer esas dificultades que había esquivado como si sus piernas pudieran hacer gambetas, sin notar la discapacidad, mucho menos lo que significa ser mujer en un mundo de hombres en el que ella se sentía cómoda. Es más, antes de estar detenida durante casi diez años se llevaba mal con las mujeres, le parecían demasiado blandas, quejosas, superficiales. Pero el tiempo en prisión enseña a quienes quieren o pueden aprender.

¿Y por qué debería ser tapa de un diario alguna vez alguien que cometió un delito por muchos inconvenientes que haya tenido en la vida? No hay en las cárceles –o tal vez sí, pero son excepciones que confirman la regla– quien no haya sufrido privaciones, que no tenga una historia que contar para explicarse a sí mismo el recorrido de sus pasos. Se podría decir que Clara tuvo la condena más larga –quince años– por una estafa de la que se tenga memoria, más en un país donde las estafas han estado buena parte del tiempo en manos del Estado. Pero tampoco eso sería suficiente. La razón, en todo caso, habría que buscarla por el lado de la tenacidad. Por el impulso irrefrenable de seguir buscando. En el penal de Ezeiza, Clara empezó a estudiar sociología, la única carrera disponible para las mujeres encarceladas. Con el encierro, su cuerpo se fue deteriorando año a año, como le sucede a cualquiera que sufra una enfermedad degenerativa que no tolera el tiempo sin rehabilitación permanente. La única rehabilitación que tuvo fue negarse de plano a usar silla de ruedas, prefirió seguir empujando su cuerpo con el balanceo de las muletas, salir de su celda cadadía para que el tiempo se rinda a sus plantas maltrechas. Y así fue como después de tres carreras –vaya palabra para usar en su caso– encontró una vocación que ella asocia con esa otra actividad de la que no se enorgullece. Qué mejor para una estafadora que hacer arte, se ríe; antes vendía humo, ahora hago lo mismo. Es que le costó entender que sus creaciones podían tener valor más allá del precio de los pocos materiales con que se cuenta en la cárcel. Pero al final, cuando ya había dejado la vida intramuros, no hace más de un año, entendió que una artista no nace, se hace. Como se hacen las mujeres, por imposición en muchos casos, por pura voluntad, en otros. Y es por el registro de esa voluntad que la modeló que la libertad –la libertad en su sentido más primario, la de decidir si entrar o salir o a qué hora acostarse– no cortó los vínculos con esas mujeres con las que compartió el encierro y ahora busca para ellas –y para ella– eso que el Estado que pena no ofrece: la chance de no volver a la cárcel. Algo tan sencillo como un lugar de contención y una verdadera bolsa de trabajo que abra posibilidades ciertas para esa libertad restringida en la que todos sobrevivimos.

La de Clara es una historia común, de esas que no salen en tapa o salen en la sección del drama cotidiano que se da en llamar policiales. Pero hay algo que conmueve en su forma de avanzar, más allá de sus muletas y de los cráteres que esquiva en veredas que no reconocen las diferencias. Ese algo tiene que ver con su sonrisa, con la manera en que define el huracán que significó el arte como una libertad alternativa, con la forma en que tiene de decir cómo no iba a venir cuando cualquiera puede entender el no si toma en cuenta la dificultad. Ella cometió errores, como cualquiera. Pero no es eso lo que define a las personas sino el modo en que los repara. O se yergue sobre ellos para abrir otros caminos. Rutas que otros y otras podrían tomar convirtiendo un itinerario propio en mapa, en señuelo. Y esa es razón suficiente para convertir a esta mujer en chica de tapa.

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