
Por Silvina Friera

Los testigos escucharon la “primicia” y tragaron saliva o se atragantaron. Era la noche del 23 de marzo y Rafael Perrotta, director de El cronista Comercial, les dijo después del cierre: “A las 2 de la mañana van a anunciar el golpe”. Las palabras resonaban en los oídos del por entonces periodista Roberto “Tito” Cossa. Cuando llegó a su casa de Mármol y Agrelo, en Almagro, prendió la radio y se tiró en la cama a esperar. “Y efectivamente, a las 2, escuché la marcha militar y la proclama de la dictadura”, cuenta Cossa, treinta años después. Quizás haya sido la noche más larga de todas las que le tocó vivir. La caída del gobierno de Isabel Perón no era una noticia inesperada; hacía tiempo que se respiraba el olor de las botas en un aire cada vez más enrarecido por las matanzas de la Triple A. Cossa, que era secretario general de redacción de El Cronista, fue al diario antes de las 10 de ese 24 de marzo de 1976. “Llamaron para pedir que algún responsable fuera hasta el Comando del Ejército, que en ese momento estaba en el Edificio Libertador –recuerda el dramaturgo y escritor–. Y como el director no estaba, nos tocó ir a Hugo Murno, el prosecretario, y a mí.”
–¿Quién los recibió y de qué hablaron?
–Nos recibió un coronel, no recuerdo su nombre, pero era un tipo gordito, canoso. Y nos dijo: “A partir de ahora los diarios estarán totalmente controlados”. Sólo podíamos publicar la información suministrada por los cables de Télam. En ese momento los diarios recibían cables de dos agencias, Télam y Noticias Argentinas. Le pregunté por Noticias Argentinas, y el coronel me respondió: “Sí, las noticias argentinas”. El no sabía que había una agencia con ese nombre. Imaginate, si no podías publicar más que lo que decía la dictadura, el trabajo periodístico se reducía a difundir los chimentos de los milicos.
–¿Y cómo fue la reacción de los periodistas en la redacción, ese 24 de marzo, con respecto al golpe?
–Había compañeros que sentían que el golpe era una especie de alivio, porque era tan descontrolada la violencia en el gobierno de Isabel, que se decía que por lo menos lo que se venía era una “violencia más controlada”.
–¿Era la opción del mal menor?
–No sé si ni siquiera era “el mal menor”. Se pensaba que en vez de matarte, como lo hacía la Triple A, te llevarían preso. Casi nadie veía venir lo que después vino. Sin embargo, el que lo sabía fue Perrotta, que me dijo: “Ustedes no saben la que se viene”. Curiosamente, él que decía que los militares eran terribles, se fue del país, pero no sé por qué motivos volvió a entrar, meses después, y no sólo lo secuestraron sino que lo reventaron. El mismo Jacobo Timerman, que estuvo al lado de la celda de Perrotta, contó que escuchaba cómo lo torturaron y lo destruyeron.
–¿Qué pensó durante ese día?
–Los golpes militares para mi generación eran moneda corriente. Y sin embargo, la primera sensación que tuve era que me tenía que ir del país. Empecé a hacer los trámites y me anoté en ELMA, la línea naviera del Estado, que llevaba buques de carga, pero en esos buques se permitía una capacidad mínima de pasajeros. Incluso me escribí con un amigo, Horacio Eichelbaum, que ya estaba en España, y le comenté la posibilidad de irme.
–Pero finalmente se quedó. ¿Por qué no se fue?
–A mí me retuvo y me ayudó a estar acá el teatro. Cuando empezó la dictadura, me di cuenta de que no podía seguir en El Cronista Comercial. Como los nuevos dueños abrieron una lista de retiros voluntarios, me llevé el valor de doce sueldos, lo que me permitió estar un año sin trabajar. Empecé a escribir La Nona y formamos con Carlos Gorostiza y Carlos Somigliana un grupo para hacer teatro. Como el teatro es grupal, me sentí más protegido. Podíamos hacerlo porque no había una censura tan violenta como en la televisión o en el cine. Nos dejaban hacer.
–¿Cómo era la vida cotidiana durante los primeros meses de la dictadura?
–Uno, lamentablemente, se habituaba y trataba de llevar una vida normal: comía, iba al cine, hacía el amor, trabajaba. La vida seguía, pero cada tanto recibíamos noticias... Aunque, entre la gente que me rodeaba, no creíamos que la dictadura pudiera llegar a ser tan violenta. Al principio, sabíamos de los secuestros, pero no que los estaban matando. Se vivía con muchas precauciones y tuve que dejar mi casa en el barrio de Almagro, en Mármol y Agrelo. Era una casa de dos plantas, abajo vivía el dueño y arriba nosotros. Un día, el dueño me contó que habían aparecido unos señores que preguntaban por mí, daban vueltas y miraban. Entonces decidimos mudarnos. La imagen que tengo es que vivíamos rodeados de sirenas, mirando de reojo, preguntando qué había pasado con fulano o con mengano.
–¿Se vivía con miedo?
–No, creo que con miedo no se puede vivir. Se vivía con precaución, con inquietud, con ciertas sospechas. ¡Cuántas veces en democracia suena el teléfono de tu casa, escuchan tu voz y cuelgan! Pero que cortaran en la dictadura era inquietante. Personalmente, como no había estado en ninguna organización armada, por lo menos sabía que no estaba incluido en esas listas o en esas búsquedas.
–Pero era considerado una persona de izquierda.
–Sí. De esa época, recuerdo una anécdota que contaba el actor Cacho Espíndola, que murió hace poco. Decía que nuestra suerte dependía de la altura del ordenanza al que le mandaban a buscar el expediente. Si era bajito, sacaba los de abajo, si era más alto, agarraba los de arriba. Todos estábamos en las pilas de esos expedientes, pero irse o no era una decisión intransferible. Hubo gente que no podía estar más acá y se fue, y gente que no se hubiera podido ir, como es mi caso, porque no hubiera soportado el exilio. A veces me pregunto: ¿cómo fue que nos quedamos?, ¿cómo vivíamos así?
–¿Y qué respuestas encuentra?
–Es como cuando uno cruza un puente destartalado por un principio y llega al otro lado. Pero si te dicen “volvé”, no lo hacés nunca más. Lo hice, sí, fue por inconciencia, por comodidad, por afectos, un poco también por riesgo, pero fue un riesgo asumido. Lo cierto es que fueron realmente años muy pero muy difíciles.
–¿Cómo explica que la mayor productividad en su labor como autor dramático coincidiera con los comienzos de la dictadura?
–El teatro era mi forma de sobrevivir. Si no hubiera escrito teatro, era probable que me hubiera ido. Después de que me había anotado en ELMA, me llamaron para avisarme que tenía un lugar en un buque. Pero ya estaba escribiendo, estaba sobreviviendo. Muchos vimos que el teatro podía ser un instrumento de resistencia. De alguna manera lo era. Siguió en las pequeñas salas de Buenos Aires, en cambio en Córdoba había censura en toda el área del Tercer Cuerpo. Acá se continuaba haciendo un teatro que decía algunas cosas, y aunque dijera poquito, el público le ponía mucho, como sucedió con la mayoría de las obras de Teatro Abierto. Por esa época, en el teatro San Martín se hizo Fuenteovejuna, que fue considerada como una “proclama” sobre la libertad. Claro que eso era lo que sentía la gente, aunque no se pudiera decir nada. El teatro fue mi tabla de salvación.
–¿En qué momento supo que había campos de concentración?
–En ese entonces creo que no se los llamaban campos de concentración sino lugares de detención en condiciones terribles. De eso me enteré al poco tiempo del golpe. El cuñado de Carlos Somigliana está desaparecido. Recuerdo la noche en que se lo llevaron, y Somigliana, que trabajaba en el Poder Judicial, fue a averiguar qué se podía hacer con el juez. Después, poco a poco, nos fuimos enterando de que había gente que no se sabía dónde estaba. No los llamábamos desaparecidos porque creíamos que iban a aparecer.
–¿Qué marcas dejó ese pasado tan traumático a la democracia?
–Se solidificó una estructura económica que cada vez es más difícil de romper, si no es imposible. Lo que queda son rasgos autoritarios que se manifiestan en las conductas cotidianas, en la violencia, a veces explicable, de sectores que están agredidos por la sociedad y reaccionan con agresión, y en ciertas formas de racismo ocultos, pero que están, contra los inmigrantes como los bolivianos; o en la irrupción de Blumberg, aunque después la sociedad reaccionó. Blumberg también quedó atrás, salvo que las transformaciones que se están haciendo en la provincia de Buenos Aires fracasen. Pero son brotes claramente autoritarios, en una sociedad que siempre fue autoritaria. La Argentina es un país autoritario, un país salvaje, y sigue teniendo etapas de salvajismo y de violencia. Los militares generalmente subían con bastante aquiescencia popular. ¿Y qué era lo que al pueblo le gustaba de los militares? El orden y todas esas conductas autoritarias y fascistas que tiene la conciencia militar en cualquier parte del mundo.