Los momentos clave

Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos

Memorias de junio

Por la radio se escuchaban los estampidos. El presidente Eduardo Duhalde lo había profetizado días atrás: “Tenemos que ir poniendo orden”. Y como tantas otras veces, el orden se tradujo en balas contra el pueblo. El sábado 22 de junio de 2002, mientras presentaba el número 5 de nuestra revista, un compañero del MTD Aníbal Verón alertó sobre el acelerado cambio de clima, y no precisamente por las bajas temperaturas. Con encono creciente, el discurso oficial ubicaba en el rubro “inseguridad” a las movilizaciones que juntaban “piquetes y cacerolas” desde fines de 2001. Pero aun así, lo del 26 de junio superó cualquier pronóstico.

Como lo hicieron tantos compañeros, decidimos ir para allá. Avellaneda nos recordó los operativos rastrillo de la dictadura, con uniformados y civiles apuntando desde la caja de las camionetas policiales. Entramos al Fiorito por la puerta lateral. Fanchiotti había dado la versión oficial de lo sucedido y el jardín del hospital estaba tomado por la policía. Metieron a un pibe en una furgoneta a la que periodistas y manifestantes tratamos de cortarle el paso, pero logró salir, mientras otros de la Bonaerense siguieron la cacería y se llevaron a otro muchacho.

A los empujones por los pasillos, y alegando que éramos de organismos de derechos humanos llegamos con otros compañeros al despacho de la directora del hospital. Ella certificó que había dos muertos. Un nuevo aviso urgente: la cana atacaba el local de Izquierda Unida; varios corrimos hacia allá. El regreso fue con nuevos heridos. Marchamos a la 1ª de Avellaneda, donde se estaban concentrando compañeros de las decenas de detenidos –muchos de ellos heridos–, organismos de derechos humanos, dirigentes políticos. Empezaron a vallar la comisaría mientras retaceaban los nombres de los presos. La bronca se mezclaba con el terror. ¿Hasta dónde llegarían los grupos de tareas del siglo XXI?

De regreso a Capital supimos a quiénes había asesinado la policía. Uno de ellos era Darío. Lo conocimos una mañana de marzo, cuando nos encontramos en Don Orione con un núcleo del MTD para reflexionar sobre el 24 de marzo y las experiencias de los luchadores de los ‘60 y los ‘70. Para compartir brasas con las que avivar fuegos del nuevo siglo. Meses después celebramos nuestros 17 años en ese mismo lugar; Darío asaba los chorizos mientras nos explicaba las nuevas resistencias en busca de las eternas utopías de justicia y dignidad. “Lo que sentimos en carne propia es que somos los mismos que pelearon en aquellos años –decía orgulloso–, somos la continuidad de esa historia.”

Pero ya era 26 de junio, y Darío había caído resistiendo al lema impreso a golpe de genocidio: “Hay que salvarse solo”. Darío había caído tendiéndole la mano a Maxi. Grandiosa lección que impidió la parálisis por el terror, desarmó las patrañas oficiales y nos convocó a miles a llenar las calles para repudiar la represión y exigir justicia. Herencia de luchadores la memoria. No por casualidad la marcha unitaria que cruzó el Puente Pueyrredón el 3 de julio se gestó paso a paso en la Casa de Nazaret, esa manzana del barrio de San Cristóbal donde 24 años atrás las Madres tejieron resistencia a la desaparición y el genocidio.

Aunque atravesados por el dolor, aquellos días de 2002 se parecieron a una ruta que, antes que cortarla, los piquetes abrieron para recorrerla juntos; para dar testimonio de que “aunque nos sigan matando, seguiremos resistiendo”.

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