Sobre solidarios sueltos y
solitarios atados

Por Juan Sasturain

Alejandro Elias

Ultimas encuestas realizadas entre criollos dispuestos a autocalificarse parecen demostrar que los argentinos creen de sí mismos que son gente solidaria. Seamos obvios: pese a la insoportable moda estadística que presume de arrimar certezas cuando no cientificidad, toda afirmación respecto de cualidades y defectos genéricos de los argentinos –o de los checos o de los catamarqueños– es necesariamente parcial, simplificadora. Falsa, en suma. Los lugares comunes –juicios coyunturales convertidos en totalidades esquemáticas– han hecho a los japoneses traicioneros, a los ingleses puntuales, a los gallegos burros, a los escoceses amarretes y a los yanquis ignorantes. En este contexto, la afirmación de nuestra condición solidaria debe tomarse con pinzas, ya que según la criteriosa tradición, los argentinos solemos ser considerados, en Latinoamérica al menos, unánimes cagadores. Tómese como una vacuna entonces. Contra la soberbia, claro.

Por eso, suponiendo que es cierto que somos gente solidaria, vale la pena recortar qué alcance tiene esa idea hoy, en este contexto. Y una pregunta pertinente (o tonta) sería desde cuándo se considera lo somos y por cuánto tiempo más se supone que lo seremos. Sobre todo porque estamos de memorioso terrible aniversario y la fecha bisagra que nos convoca a reflexionar puede servir para pensar la cuestión, poner un antes y un después del 76 o del 83, si se quiere, como referencia al respecto.

Durante la dictadura no había estadísticas o por lo menos no se utilizaban. ¿Para qué? Para que haya necesidad de registrar estadísticas la realidad debe ser concebida como algo cambiante, sujeto de variaciones mensurables, cualificables. Y los dueños de la Historia –Fukuyamas “avant la lettre”– habían decretado su fin. Ya está, ya cambió: somos el último avatar. Por eso, en lugar de estadísticas, caían, goteaban números sueltos –que no es lo mismo– informes uniformados para desinformar (a lo Kafka) cifras anónimas: muertos, desaparecidos, números sin cara.

Durante la dictadura no había encuestas o por lo menos no se mostraban. Para que haya encuestas debe haber alguien que pregunte y los dueños de todas las respuestas no necesitaban –o no querían mostrar que necesitaban– preguntar: sólo afirmaban. Por eso en lugar de encuestas había consignas y definiciones. Colectivos vacíos, también sin cara: “los argentinos somos derechos y humanos”. No había que serlo sino afirmar que se lo era. Poner la calcomanía. La idea, muy simple: el que no lo hacía, no era argentino. Es la ideología, el mecanismo de “el que no salta”. La adhesión compulsiva y la definición subsiguiente por omisión tienen la equívoca virtud de obligar a manifestarse para no ser acusado de enemigo. Excluyen la posibilidad de la neutralidad o la reserva.

Se sabe –seamos más obvios aún, si cabe– que todo viene de que durante la dictadura no se votaba. Para votar o para creer que es necesario votar hay que considerar la idea republicana de la soberanía popular, estar dispuesto a considerar (el ejercicio de) el gobierno como un lugar virtual, espacio o asiento que no tiene un culo asignado a priori. Recién con la democracia se sentará en el gobierno el ocasional culo más votado; pero también con la democracia decantará la fragrante diferencia entre gobierno y poder –disimulada, confundida en la dictadura– y la persistencia del sistema se pondrá en negro sobre blanco. El salto de la dictadura a la democracia modificó las cuestiones de política y gobierno, no las del inamovible poder. Al contrario: es durante la democracia –con el arrebato neoliberal menemista de los noventa y sus secuelas– que se ha consolidado el sistema; se ha empedernido el mecanismo perverso. Estamos hablando de economía. La explotación se ha perfeccionado. Al “nunca más” en lo político le ha correspondido el “cada vez más” de la desigualdad social. El “que se vayan todos” ha sido la evidencia de ese fracaso. El sistema ha puesto literalmente a la gente en la calle.

El sistema es expeditivo, en el nuevo orden económico desordenado se reserva el derecho de admisión: la privatización, la optimización, la tendencia al coto, al encierro. Lo exclusivo implica exclusión. Adentro y afuera ya no son metáforas. Se renueva, “moderniza”, desecha, desocupa. Los desechos/desocupados se echan a la calle. Los nuevos “problemas” del sistema son ecológicos, de polución social.

El sistema es rápido. Sabe lo que quiere. Y es cómodo. Se sube (a la Historia), pregunta al primero que se cruza si está desocupado y si le dicen que sí, se sienta: cuando encuentra un desocupado se le sienta encima. Todo el sistema se sostiene en el mullido asiento (un colchón, en realidad, un colchón de infinita plazas/espaldas para el culo de pocos) de los desocupados. Pero éstos no son –literalmente– tales: están siempre ocupados por los que se sientan sobre ellos y ocupados en preocuparse, en ocuparse en sobrevivir. Y sobre todo ocupan “la desocupación”, ese agujero mensurable que se llena con lo que no hay: están, viven, ocupan una planilla.

Porque el sistema es esquizo. O se hace, mejor. Así, la desocupación es un índice, el resultado de una cuenta, un número que existe y pesa más –en la política– que la evidencia de los que no tienen trabajo, los desocupados, la gente en la calle. Para el sistema, aunque la realidad no mejore, que los números den. Ese era el sentido último de lo que decía Menem: estamos mal (en la realidad) pero vamos bien (en los números). Ahora, incluso ahora, los que también sólo miran los números dicen: ojo, que estamos bien (en la realidad) pero vamos mal (en los números).

Puestos, echados a la calle por el sistema, los argentinos la usan, se han apropiado compulsivamente de ella. Por afuera de los gremios, de los partidos repartidos –hechos pedazos– y encerrados en sus cuevas, convocados por hechos concretos, atropellos múltiples de la realidad, los argentinos se expresan en la calle. La marcha y el piquete –circular y empacarse– son formas de hacer política “por afuera”, rutinas contestatarias pero sobre todo convocatorias mediáticas. Porque ahí es donde los van a buscar los medios. La calle, ése es el escenario privilegiado; el lugar donde el gesto social se vuelve necesario espectáculo.

Así, con las salvedades antedichas, respecto de la condición solidaria que nuestra sufrida comunidad se atribuye, vale la pena intentar algunas precisiones.

En principio, la palabra “solidaridad” comparte su raíz latina con “sólido”, con “soldar” y –sorpresivamente o no– con “sueldo”. Así, lo sólido no lo es necesariamente por ser uno, sino que es uno porque las partes están soldadas, son solidarias entre sí. En términos lógicos, la solidaridad es una condición o atributo de lo sólido, y no una necesidad de lo suelto o disperso para solidificarse, sentirse uno o todo.

Sin embargo es este último concepto, el de juntarse en el socorro, el que solemos utilizar casi exclusivamente, porque en su estado actual, la sociedad argentina regida, uniformada por el Sistema, no es (está) sólida sino suelta, disgregada e insolidaria por definición de optimización capitalista alevosamente fechable. Y entonces se recurre a la solidaridad como se llama a los bomberos: los llamados y las “cruzadas solidarias” sólo pueden (mal) pegar lo alguna vez soldado y desoldado.

Así, alternativamente incendiados u ocasionales mitigadores de incendios, los argentinos son puntuales individuos solidarios con otros puntuales individuos necesitados (gesto inclusivo) pero dentro de una comunidad que no lo es ni consigo ni con cada uno (gesto excluyente).

Groseramente dicho, y a la vista: a más de un cuarto de siglo de la restauración democrática, ésta es hoy la tierra de los solidarios sueltos en un vacío sin ley y de los solitarios atados a una condición injusta. Y el Estado, más allá del gobierno ocasional, si cabe la paradoja, obra como un individuo más, cautivo del Sistema.

Un rasgo puntual y tres precisiones. Lo puntual es cómo, desaparecida estructuralmente del sistema, habiendo dejado de ser un supuesto inamovible, hoy la solidaridad se hace alevosa, aparente: no sólo se ejerce –se pide y se da– sino que se representa, se actúa mediáticamente. Y eso la convierte, como este mismo texto lo ratifica, en un tema, una cuestión. Así como durante la Dictadura los argentinos “derechos y humanos” no eran los que así se proclamaban sino aquellos que no podían hablar; tampoco los que suelen apelar a la solidaridad y proclamar su existencia mediática, la ejercen. La genuina solidaridad hoy no tiene precio ni voz ni voto.

Y las precisiones tienen que ver con ciertas evidencias: primero, que la actual desintegración del entramado social no es resultado de la falta de solidaridad sino a la inversa; segundo, que los grupos excluidos del sistema suelen mantener conductas más solidarias que los que se han adaptado al nuevo desorden establecido; tercero, que lo anterior es tan lógico como perverso.

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