EL NIÑO PEZ
Argentina, 2009.
Dirección: LucÃa Puenzo.
Guión: LucÃa Puenzo, basada en su propia novela homónima.
Música: Andrés Goldstein y Daniel Tarrab.
FotografÃa: Rodrigo Pulpeiro.
Intérpretes: Inés Efron, Mariela Vitale (Emme), Carlos Bardem, Pep Munné, Arnaldo André, Sandra Guida, Diego Velázquez.
La cámara avanza debajo del agua, entre partÃculas suspendidas. La luz se filtra en ella y todo aparece de un color verdoso, como si el espectador hubiera sido encajado en una esmeralda lÃquida atravesada por las vetas marrones de algunas raÃces sumergidas. El travelling subacuático no se detiene. Una imagen turbia, indefinida, se mueve ágil allá adelante, cerca de un tronco que también ha quedado bajo la superficie. Pronto, como un duende nadador, pasa tan cerca que casi se podrÃa creer que cayó de la pantalla. Es un chico, no hay dudas de eso; pero tal vez aparezcan otras. Tras la delicada secuencia de tÃtulos que abre El niño pez –segundo film de la directora LucÃa Puenzo–, queda la sensación de haber visto aquello antes; seguro que no con ese verde esmerilado... quizás en azul marino. Claro: fue en la secuencia de tÃtulos de XXY, la primera y exitosa pelÃcula de la misma directora. El paralelo entre ambos trabajos no se detendrá ahÃ.
El desafÃo que para LucÃa Puenzo implicaba la realización de su segundo film tenÃa que ver con revalidar los méritos de su ópera prima. Pero no aquellos méritos involuntarios, como el éxito en las boleterÃas, sino otros: los estéticos, los artÃsticos, los cinematográficos. No se trata de que XXY sea perfecta, ni mucho menos, pero no se le pueden negar sus virtudes. Por un lado, la eficacia en el manejo de los ritmos de la narración, pero también el uso solvente de los recursos propios del cine, que de manera ineludible encuentran un primer escalón en los trabajos literarios de la directora. El niño pez, cuyo guión está basado en la novela del mismo nombre que diez años atrás constituyó el debut literario de Puenzo, consigue refrendar esos logros.
En el entorno enrarecido de una casona en Beccar, una familia de clase alta pasa sus dÃas más separados que juntos, aunque el amontonamiento haga parecer lo contrario. El padre, que es un juez y escritor muy prestigioso fuera de casa, puertas adentro apenas consigue conectar con sus dos hijos y, cuando lo hace, su tono es más cercano al sarcasmo que al cariño. La madre vive en su propio mundo frÃvolo de amigas y viajes; y si puede desaparecer, lo hace. No es raro que Lala y su hermano Nacho parezcan extraviados. Sin embargo, los adolescentes atribulados de Puenzo saben con demasiada claridad cuál es su camino, en general con mayor certeza que los adultos. Si en XXY Alvaro y Alex daban muestras de reconocer aquello que querÃan, incluso cuando más confundidos parecÃan, acá Nacho sabe que necesita volver a internarse en la granja de la que acaba de salir. Y Lala sabe que ama a la Guayi, la mucama que vino del Paraguay a los 14 años y que desde entonces trabaja para la familia. Claro, la Guayi corresponde a ese amor y su relación es de un desborde sensual que la pelÃcula no duda en retratar.
Lala y la Guayi planean irse juntas al Paraguay, a construirse una casita y vivir a orillas de un lago. En él, según cuenta una vieja leyenda guaranÃ, habita el niño pez, suerte de Caronte que acompaña a quienes se ahogan en sus aguas hasta su destino final en el fondo del lago. La aparición del universo mÃtico agrega un nuevo nivel narrativo. Lala y la Guayi se vinculan con el mito que titula la pelÃcula y novela de maneras muy distintas. Mientras para una funciona como tabique de contención y a la vez como única posibilidad simbólica para enmarcar el recuerdo que da origen al propio mito, para la otra es la oportunidad de un paraÃso en donde, lejos de una realidad agobiante, cargada de susurros y medias voces, la fantasÃa (la felicidad) se abre como un mundo posible. Ambas, entonces, no pueden sino ser vistas como un ente dual (otra figura repetida en el cine de Puenzo) que representa realidad y fantasÃa como polaridades humanas que tanto se complementan como se rechazan, para por fin atraerse una vez más.
En la adaptación de su novela, Puenzo pierde el importante valor que en el texto tenÃa la mirada original de su narrador, el perro SerafÃn, que en la pelÃcula ocupa un lugar secundario. Sin embargo, gana en peso dramático, al reorientar algunas variables del relato hacia un orden más Ãntimo y emotivo que, entre otras cosas, le permite unificar varios personajes de la novela en el padre de la Guayi que interpreta Arnaldo André, quien junto a Emme resultan dos agradables sorpresas dentro de un buen reparto.
La historia de El niño pez no se detiene: incluye parricidio, incesto, trata de blancas, corrupción y otros detalles sórdidos que enumerados de esta forma pueden parecer excesivos. Sin embargo, Puenzo consigue hilarlos con eficiencia, dando al deseo el privilegio de ser el motor que marca el pulso de la historia. En esta serie de analogÃas entre las pelÃculas de la directora, se puede mencionar cierto carácter excesivo. Si en la primera no se privaba de abundar en un simbolismo pletórico de filos y falos, en El niño pez alguna de las protagonistas tal vez confiese demasiado, revelando pequeños indicios sembrados a lo largo de la pelÃcula. No hay que descartar que sea esto mismo lo que le permita a El niño pez ampliar el registro de su público potencial.
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