Si conoce a Dave Grohl, figúrese que no. Aun sin saber que fue el sostén rÃtmico de Nirvana, se puede percibir que debe tratarse de un baterista muy excepcional para que, habiéndoles dado a los parches durante sólo siete años, haya quedado en la historia como aquello, incluso cuando lleva 18 años al frente de Foo Fighters demostrando también su aptitud como guitarrista, cantante y, bueno, entertainer luego de haber sido uno de los mala cara de Nirvana. Pese a un emergido fanatismo por los FF (de los fanáticos sumergidos en la tormenta de antenoche), la gran postal de su segundo concierto fue la de Grohl pidiéndole permiso a su compañero Taylor Hawkins para hacerse cargo de su tÃtulo de Señor de los Palillos y pasar a la baterÃa durante “Cold Day in the Sunâ€. Está bien, éste de Foo Fighters no es un tema en el que la baterÃa destaque –apenas una tradicional base y un bolonqui general sobre el cierre, muy a la medida tradicional de los finales-de-canciones-de-rock, pero qué tanto: Grohl estaba tocando la baterÃa en Argentina y era lo que muchos soñaban ver (aquellos que lo vieron con la nave grunge en 1992 en Vélez y los que nunca lo habÃan visto con este combo). Algo de poética justicia para un festival de rock, un espacio de realización de sueños... trastornados.
Y el rock de Foo Fighters fue un trastorno nomás para los vecinos de Núñez (¿se acuerda el lector de los medidores de decibeles?, ¿se puede recordar el tope de “diez shows por año en River Plate†luego de los nueve de Roger Waters?) y volvió a facilitar trastornos posturales para pogueros, headbangers y petisos varios. Y para las madres del gran piberÃo gran (unos 35 mil) que, en buena parte, les habrán regresado al hogar a un paso del resfrÃo y a 40 centÃmetros del piso por la potestad elevadora esa que tiene el ver en vivo a un grupo que se esperó tanto. Es que estuvo la tormenta, esa gran zapada del cielo que lo derrumbó todo, y es todo un dato que en medio de tamaño temporal y de “la cola del huracán†y la mar en coche (bajo los coches, en verdad), la mayor concentración de gente a la intemperie se diera de una manera bastante estoica (tampoco era un show de Iron Maiden, claro) dentro de la cancha de River Plate. De todos modos, ¿quién que haya pagado entre 200 y 1000 pesos su ticket iba a marcharse?
Hubo una marcha, eso sÃ, dirigida por el guitarrista de Hamelin, porque Grohl subió al escenario pasadas las 21 y coordinó el operativo retorno de los exiliados en las plateas: multitudes inquietas que habÃan buscado el reparo desde el final del insuficiente show de los Arctic Monkeys en las gradas, ante el embate con distorsión de la lluvia; y que de paso pudieron disfrutar de los avances de la nueva pelÃcula de Iron Man proyectados en las pantallas (¿?). A partir de allÃ, todo fue un juego elemental: el agua convirtiéndose en vapor con la ebullición de un concierto que arrancó de gran forma entre “All my Life†y “Ropeâ€, mantuvo la atención general durante una hora y media y cayó sobre el final en un fango no muy blando por el compulsivo plan de zapar canciones y meter solos de guitarra, de baterÃa, vocales (a la tumba de Cobain, de cuya muerte se cumplÃan 18 años el mismo miércoles, se le derrumbaron las paredes; no tanto por el atronador volumen sino por las revolcadas del rubio cantante). Más vaporera que olla a presión, porque todos los temas (“Times like theseâ€, “The Pretenderâ€) fueron válvulas de escape para un aforo entregado a poner el pecho –la cara, los tobillos, lo que fuera– a la lluvia, la cancha de River vio a Grohl golpeando la baterÃa con la caricia de un cafecito servido por los “cocacoleros†de la misma cancha; toda una expresión de época para este rock de festivales con avances de estrenos pochocleros, recitales con las luces altas prendidas, pero esta vez sin corralitos VIP.
Respecto de esto de las épocas, las generaciones y el paso del tiempo, a los Arctic Monkeys ya se les fue el acné, pero no es difÃcil imaginar a sus madres/tÃas/abuelas preparándoles un tecito inglés en camarines. Los “monos del Artico†se bancaron frÃo y lluvia como ninguno: los equipos que se mojan, las frecuencias que se lleva el viento, los plomos que quieren pegar nylon sobre las pedaleras con cinta adhesiva sobre un piso mojado, y con puntualidad british salieron a escena en un horario poco amigable: la simpleza de un festival con un solo tablado tiene eso como contrapartida.
Eso sÃ, lo hicieron menos ingleses que nunca (incluso cuando la dicción de Alex Turner es prácticamente indescifrable), imponiendo su nueva estética rockabilly de coches hot-rod y jopos en punta. Una cosa (la gomina) no quita la otra: Arctic Monkeys es un grupo fundamental, uno de los pocos de veinteañeros realmente sustentable y desarrollado, capaz de alborotar la pista de baile, generar mosh o hundirse en los pasajes áridos dentro de un plan FM, que para más tiene en Matt Helders a un baterista bestial. Cambio de tÃtulo, entonces, para la pelÃcula: no fue El Señor de los Palillos sino La Comunidad del Palillo.
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