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Martes, 21 de junio de 2011
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Roque Larraquy y La comemadre, su “rara” primera novela

Los discursos de la ciencia y el arte

En la primera parte, el autor propone una parodia sobre la retórica del discurso científico. En la segunda, apunta los dardos al mundillo del arte. “Quería pensar cómo se integra lo ético en el marco de cualquier práctica social”, señala.

Por Silvina Friera
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A Larraquy le llevó siete años la escritura de La comemadre.

La cofradía de chiflados que ama a los escritores “raros” podría celebrar el debut literario de un joven autor argentino. Roque Larraquy no es un marginal, ni un desdichado o un extravagante, excepto que se incluya en el inventario de extrañezas que este guionista y profesor universitario cierra los ojos, de tanto en tanto, para gambetear cierta timidez o para husmear en una idea escurridiza que está a punto de extraviarse en la nebulosa de su memoria. La comemadre (Entropía) podría ser una ironía feroz hacia ese culto por la rareza que –casi siempre– va de la mano de un interés ajeno a la propia literatura, cuando el nombre propio trasciende por varios cuerpos de ventaja a los personajes de ficción. Como si la vida o las miserias del escritor “raro” en cuestión, más que los libros, fueran la gran obra. A falta de una nomenclatura satisfactoria, no queda más remedio que asumir la adjetivación que se quiere evitar. La primera novela de Larraquy genera la sensación de estar ante un texto rarísimo, un monstruo bicéfalo que disemina un asombro de digestión lenta. Desde las primeras páginas, el lector olfateará el positivismo e higienismo de principios del siglo pasado, de la mano de un narrador que pareciera emular anticipadamente el tono de un seminario de Foucault “vulgarizado”. Y mucho más sarcástico.

En 1907, en el Sanatorio Temperley, animado por su pasión amorosa por la jefa de enfermeras, el doctor Quintana y un puñado de médicos, tanto o más interesados en la asediada señorita Menéndez, arremeterán con un experimento científico siniestro. La premisa científica consigna que “una cabeza humana –o animal– separada velozmente del resto del cuerpo permanece viva y consciente durante nueve segundos”. La audacia de la empresa consiste en decapitar enfermos terminales para poder escuchar lo que esas cabezas cercenadas dirían en esos últimos segundos de lucidez. A la crueldad de esta iniciativa, acicalada por el afán de saber qué hay después de la muerte, habría que añadirle –si una dosis ínfima de humor negro asiste a quien lea estas líneas– el problema ético y legal del descarte. El resto de los cuerpos decapitados terminará en un depósito, en el subsuelo del sanatorio.

La narración pegará un volantazo temporal hacia el 2009. En la segunda parte de La comemadre –planta cuya savia vegetal produce larvas animales microscópicas que tienen la función de devorar al vegetal hasta resecarlo por completo–, un artista conceptual argentino con proyección internacional –ex niño prodigio apadrinado por el conductor Silvio Soldán– enciende una y otra vez la mecha de la provocación al transformar su propio cuerpo en objeto de arte. Sus obras son osadas. Voluntariamente se extirpó un dedo para exhibirlo en una instalación en el Palais de Glace, dedo que será hurtado justo el último día de la muestra. El artista revisa y corrige el borrador de una tesis acerca de su obra, escrita por una académica norteamericana, Linda Carter, “víctima de la homonimia” al llamarse igual que La Mujer Maravilla.

Larraquy cuenta a Página/12 cómo empezó a escribir esta novela, que le llevó casi siete años. Revolviendo en archivos, se topó con una “jugosa” publicidad en una de las páginas de la revista Caras y caretas, de 1907, en la que se informa, en un tono marcadamente “neutral”, que el suero del profesor Beard cura el cáncer. Una fotografía acompaña el esperanzador anuncio. Aparecen unas enfermeras fuera de foco y un jardinero, en primerísimo plano, cavando un pozo; “gesto más cercano a lo mortuorio que a la concepción de plantar flores y embellecer el cantero del jardín”, aclara el escritor. Del texto de esa publicidad y su imagen necrofílica brotó el embrión de la narración.

–Si hay parodia sobre la retórica del discurso científico al comienzo, en la segunda parte La comemadre apunta hacia la retórica del arte y los cuerpos. ¿Cómo concibió o imaginó este cruce?

–Me interesaba plantear un puente de palabras con puntos de unión deliberadamente débiles para ver cómo esa circulación de signos repetidos podían producir una unión artificial de dos textos aparentemente muy separados entre sí. A través de ese puente, puse en juego la retórica de la ciencia y el arte, buscando equipararlos. El tema del cuerpo hace mucho tiempo que está instalado en el arte; creo que incluso comienza a evaporarse como síntoma de época, no sé si ahora está en su momento de paroxismo. En definitiva, quería evidenciar cuánto de la ciencia o del arte es algo que tiene que ver con el objeto a producir o cuánto es una capa que menciona al objeto, desde lugares más marginales, para producir un segundo objeto. Ese segundo objeto es lo que me interesa; los lugares marginales desde los cuales se puede hablar con un sistema de conceptos fósiles, que terminan superponiéndose, comiendo o resignificando por completo la obra.

–¿Intenta refutar la idea de trascendencia artística a través de la novela?

–No sé si la novela lo logra; la idea de trascendencia me genera muchas suspicacias. Es curioso, por supuesto, esa idea de que hay un después, una continuidad en ausencia que se convierte en un nombre y que ese nombre, al mismo tiempo, no deja de gravitar sobre el objeto producido como otra cosa que a la larga se termina desvinculando de la obra. La idea de trascendencia, en los casos en los cuales ocurre, tiene fuertes limitaciones. Hay nombres que se han instalado en la cultura canónicamente: Shakespeare, Joyce, Proust. Pero hay una enorme distancia entre la circulación del nombre y la obra.

–Lo que le produce ruido, entonces, sería que trasciende el nombre por encima de la obra, incluso hasta eclipsarla.

–Sí, porque la trascendencia se va llenando de sentidos contradictorios y eventuales y produce una entidad en sí, completamente distinta de lo que es el objeto. Ese tipo de trascendencia es ligeramente espuria. El disparador de la idea de trascendencia, que sería la obra, queda en un segundo nivel. Me acuerdo del final de “El inmortal”, de Borges, que dice algo así como “palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”.

–Por cierto nivel de burla, ¿cree que la segunda parte de su novela podría entablar una relación con la película El artista?

–Creo que sí; aunque en El artista la burla es mayor, porque es alguien que proviene de un mundo ajeno al arte y a través de un fraude ingresa de lleno en el esnobismo del mundo artístico. Tiene vinculación con mi novela porque lo que viene a poner en escena es el mundo del arte indiferenciado de la circulación de mercancías, donde no importa nada más que esa circulación.

–¿Le interesa cuestionar el esnobismo del mundo del arte?

–No, en lo más mínimo pretendo señalar con el dedo que el mundo del arte está gobernado por el esnobismo. La clase media no consume arte en el sentido estricto de la palabra; por lo tanto, si pensamos la circulación de arte en términos de comprar, vender y exponer, opera en otro campo social que estaría conectado, claramente, con esa idea de esnobismo. No encuentro tanta distancia entre lo que debe ser el mundillo de la comida gourmet, el mundo de la ciencia y el del arte. Hay ciertas prácticas afines. Prefería pensar, en la novela, cómo se integra lo ético en el marco de cualquier práctica social. De ahí que ninguno de los personajes opere desde una ética consolidada; más bien para llegar a un objeto, ya sea por amor o por la fama y el prestigio, son capaces de hacer cualquier cosa.

El autor de uno de los primeros libros “más raros” que se han publicado en los últimos tiempos está escribiendo su segunda novela. Larraquy anticipa que transcurre en 1957, en el edificio ALAS de Retiro, que originalmente se llamaba ATLAS, por la Agrupación de Trabajadores Latinoamericanos Sindicalizados. “Cuando cayó Perón, el edificio fue asignado a la Secretaría de Aeronáutica, que le cambió el nombre, haciéndole caer la letra ‘T’ –explica el escritor–. La novela está protagonizada por mujeres que trabajan como oficinistas en ese edificio.”

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