El Monumento a la Bandera, con su torre de setenta metros de altura y sus más de diez mil metros cuadrados cubiertos de mármol extraÃdo de las canteras de los Andes, ¿quiénes lo construyeron? En todos los libros, folletos y sitios de Internet figuran los nombres de los arquitectos y de los escultores que lo proyectaron, dirigieron las obras y moldearon toda una serie de estatuas y relieves con los valores espirituales, telúricos, geográficos, históricos y económicos de la nación, según la simbologÃa eurÃndica que profesaban en las primeras décadas del siglo XX algunos intelectuales y artistas pertenecientes a los sectores más conservadores de la sociedad, valores que, perdiendo sus rasgos concretos, vendrÃan a resumirse en aquel sÃmbolo más abstracto y sagrado de todos: la bandera celeste y blanca.
¿Pero fueron los arquitectos, los escultores y sus más estrechos colaboradores los que transportaron los grandes bloques de piedra desde la precordillera de San Juan, cavaron los cimientos, nivelaron el piso, fraguaron hormigón para las estructuras, levantaron los muros de ladrillo, ensamblaron los andamiajes de madera, colocaron las planchas de mármol, montaron la instalación hidráulica con el mecanismo que impulsa el agua de la fuente, hicieron la conexión eléctrica para que el ascensor de la torre llegara hasta el mirador?
La página web oficial de la Dirección General del Monumento a la Bandera menciona las empresas contratadas por el Estado para las distintas partes y etapas de la construcción que se demoró catorce años: Taiana & Pasquale de albañilerÃa, ERCA de hormigón armado, Spinelli de electricidad y Capella, que fue la proveedora de mármol travertino con el que se recubrió por dentro y por fuera la totalidad del Monumento. Averiguando un poco sabrÃamos los nombres de los titulares y socios de esas empresas contratistas y a qué grupos sociales y sectoriales pertenecieron, pero difÃcilmente darÃamos con la identidad de uno solo de los albañiles, pintores, carpinteros, herreros, marmolistas, ladrilleros, obreros de las fábricas de cal y de hormigón, fundidores, trabajadores ferroviarios, transportistas, serenos, cocineros, etc., etc. que participaron directa o indirectamente de las obras que dirigió en persona el ingeniero y arquitecto Angel Guido.
Anónimos, tampoco ganarÃan mucho si una ordenanza municipal les restituyera el nombre, el apellido y el oficio en una extensa nómina a esculpirse en los muros de sólida piedra: esta mención honorÃfica, hecha cuando casi todos deben estar muertos, no reintegrarÃa ni siquiera a sus descendientes el grado de explotación, la parte impaga del trabajo, la masa de plusvalÃa estrujada por la clase propietaria, el tiempo de vida enajenado en la construcción de una obra propiamente faraónica, formidable aparato de dominación simbólica. Con los mismos recursos materiales y humanos se podrÃan haber hecho por ejemplo tantos planes sociales de vivienda o tantos kilómetros de cloacas.
La investigación, la documentación y el archivo como la imaginación histórica pueden darnos un vertiginoso sentido de la proximidad del pasado y, en el rebote de ese efecto, reportarnos una mayor conciencia de las contradicciones y desigualdades sociales que siguen aún vigentes, empezando por la más trillada: torres inteligentes a lo largo de las avenidas costaneras y tiras de asentamientos precarios junto a las vÃas muertas o resucitadas de la red ferroviaria. ExplÃcitamente y no tanto, de modos más indirectos o sutiles, el libro Ciudad de Rosario refiere –en la dialéctica de los textos y las imágenes que se alternan y yuxtaponen en un juego de mutua ilustración– los contrastes sociales más evidentes que surgieron en determinados segmentos o momentos del proceso histórico rosarino: los palacios de renta y los conventillos, los primeros edificios en altura y las casillas de madera y chapa, los bulevares y las calles de barro, el Parque Independencia y los basurales, las grandes tiendas del centro y los barrios obreros de la periferia.
En la página 89 del libro hay una fotografÃa en blanco y negro del Arq. Guido posando junto a la maqueta de su proyecto original de 1940: claroscuro, pulcro guardapolvo blanco del que asoma una corbata a rayas, la testa maciza calva en la parte superior, un codo apoyado en la rampa que se corresponde en la realidad con la bajada de calle Córdoba, mano colgando en el vacÃo con alianza de oro, otra mano en la cintura, brazo doblado en forma de asa, como petrificado en su sala exclusiva del museo de cera mira a la cámara desafiante y serenamente, enfrentándose a la posteridad.
Páginas más adelante se reproduce una fotografÃa, también en blanco y negro, de dos obreros de la construcción. Tomada hacia 1950, ésta comporta una novedad respecto a otras fotografÃas de la misma época que documentan los avances de las obras del Monumento. En esos registros, cuando aparecen obreros casi nunca están en primer plano, son como figuritas grises sin rostro ni señas particulares, inclinadas hacia la tierra, entre montÃculos de material, subidas a los andamios o accionando una polea, empuñando palas, dan la impresión de estar a punto de borrarse, absorbidas por el fondo grisáceo de los planos generales donde lo que salta a la vista son los armazones que rodean la torre a todo lo alto, monumento efÃmero que duró lo que sirvió.
Por el contrario, en esta fotografÃa los dos obreros se muestran de frente y en primer plano, de hecho posan para la cámara en posición de descanso, apoyando espontáneamente una mano en la pared, sólo que no se trata de una pared lisa y llana sino del relieve de José Fioravanti, ocho metros de largo por tres de alto, ubicado dentro del atrio en el muro de la calle Santa Fe, y cuyo motivo histórico es el preciso momento –seis y media de la tarde del 27 de febrero de 1812– en que el general Belgrano, vistiendo uniforme de gala sobre su bien apretado corcel de batalla, hace flamear la enseña patria mientras un clarÃn anuncia al mundo el acontecimiento de su creación; fuerzas regulares de caballerÃa, milicias locales y artilleros, mujeres, hombres y niños del pueblo, el sacerdote con el misal entre las manos y hasta los caballos siguen atentamente y con emoción la ceremonia inaugural que se desarrolla en las barrancas del rÃo Paraná, frente a las que varias embarcaciones siguen ancladas a la espera de viento favorable para transportar a Santa Fe a los granaderos de Fernando VII; según el Dr. Carlos de Sanctis, la nota costumbrista la da un paisano con sus pilchas tÃpicas, rebenque en mano, que calza botas de potro.
Ciento cuarenta años después, los obreros de la foto, en la flor de la edad productiva, al máximo de su capacidad neuromuscular, hacen un alto en el trabajo para dejarse retratar con sus birretes de tela, apoyando casualmente una mano en la pata delantera de un caballo del relieve, entre puntales y sombras de listones cruzados, frunciendo la cara por el sol, un brazo en jarra, igual que Guido, miran con cierta curiosidad a la cámara y también se enfrentan a la posteridad, aunque aparentemente con menor conciencia.
Del careo o simple juego de diferencias y semejanzas entre la estampa del arquitecto acodado en su creación a escala reducida y la de los obreros que apuntalan con sus brazos el Monumento real, podrÃa derivarse toda una serie de oposiciones que hacen a las posiciones relativas de los sujetos y sus clases en el espacio social: blanco y gris, espÃritu aristocrático y democrático, profesión y oficio, estética y práctica, soledad del genio y solidaridad del gremio, Eurindia y Rosario, pasado histórico que retrocede hacia el mito y pasado que parece de hoy, como si al dar vuelta las páginas uno siguiera inmóvil eternamente mientras los otros terminaran el trabajo y se fueran a sus casas, en bicicleta o colectivo, para volver al otro dÃa.
* Poeta y ensayista. Texto del Anuario.
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