En 1968 fui a una cena que presidÃa el Barquina, aquel patriarca de la bohemia porteña. Esa noche, Reinaldo Montel leyó mi poema El jubilado. Rivero se interesó por el texto y me pidió que se lo pasara. Al poco tiempo no sólo habÃa puesto música a un poema mÃo (Poema cero) sino que lo habÃa grabado. Ahà empezó una relación de amistad que fue para mà algo maravilloso, porque la personalidad de Rivero era sobria y ecuánime. Todo aquel que se le acercaba, quedaba impresionado. Hablaba como cantaba, y su charla era profundamente humana. Todo lo que afirmaba se convertÃa en una sentencia, y ninguna de sus palabras estaba fuera de lugar. No era duro, salvo cuando hablaba de música. Ahà el hombre se jugada entero, sin llegar a extremos. TenÃa una valoración exacta de cada gesto e inflexión, y su manera de expresarse era la sÃntesis de algo que se ve poco en el ambiente: era un hombre bueno. Ese era su secreto. Se cuidaba mucho fÃsicamente. No fumaba, comÃa lo justo, no era hombre de excesos en ningún sentido. Llegaba temprano al Viejo Almacén y se ponÃa a ensayar solo en el cuartito de arriba. Después salÃa al escenario, donde mostraba sus dotes de gran intérprete mientras jugaba con su voz y sus manos. TenÃa en cuenta incluso los efectos que la luz producÃa sobre su cuerpo y su fisonomÃa. A pesar de que no dejaba nada librado al azar, no perdÃa nunca la naturalidad. Los 8 de julio festejaba su cumpleaños en su casa. En la rueda de quince o veinte amigos iba pasando la guitarra, y asà el canto llenaba el lugar. A pesar de ser un consagrado, Rivero festejaba con sus más Ãntimos amigos, y yo tuve el honor de sentirme incluido y ver cómo las melodÃas llenaban el lugar. Hablar de Edmundo es para mà recordar el canto grave de un hombre sano. Era la gruesa voz de un fino espÃritu, que noche tras noche y sin dejar de emocionarnos se podÃa dar el lujo de cantar Sur mirando hacia el oeste.
* Poeta, letrista de los tangos Poema cero, El jubilado, Tres puntos, Sin enroque, El piro y Alomegata, entre otros, cantados por Rivero.
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