Alguna vez expresé que la trayectoria de un auténtico artista no se hace en lÃnea recta, sino que vuelve al punto de partida, como si la estación de embarque y la final fuesen la misma. Pero al regresar contempla que la han transformado. En el medio está el viaje en sà mismo, están las estaciones intermedias y, sobre todo, las distintas visiones. Si vuelve al origen es porque regresa a aquello que motivó la aventura del viaje con la imagen interior de la experiencia ganada; más aún, podrÃa decir que es el propio origen el que viaja.
Recuerdo al Tatato Benedit de los primeros años ’60, antes de que viajara a España, presentado por Nicolás GarcÃa Uriburu, ambos estudiantes de Arquitectura. Sus pinturas de entonces estaban muy elaboradas matéricamente con personajes que se definÃan muy bien como si hubiesen nacido de un niño (pero prodigio dado el oficio). Estos personajes, evolucionados, claro está, a lo largo de su obra, salieron del encuadre, pasearon por la pampa, se convirtieron en animalejos –hasta armaron sus habitáculos, algunos como si fuesen cientÃficos y otros infantiles–, se encontraron con los gauchos de Molina Campos, visitaron y construyeron ranchos e hicieron las piezas fundamentales del campo, ante todo el facón. Se enfrentaron como delante de un espejo con los dibujos de sus hijos y recorrieron el paÃs armando su propia historia desde su origen indÃgena, pero también se reconocieron en Max Beckmann. Conducidos por Benedit, como si fuese un gran titiritero dispuesto a cualquier tipo de búsqueda y de indagación de materiales, asà como también a romper la unidad de la obra, estos personajes permanentemente estaban dispuestos a escaparse. Siempre sorprendiéndonos, porque siempre se sorprendÃa, Benedit ha llegado a la estación terminal, pero nos deja la imagen encontrada en su viaje, que es aquella misma que lo subió al tren de vida de su propio arte.
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