Marcelo, capitán:
Cuéntale a la tÃa cómo es ese barquito y cuánto cuesta. Veré lo que puedo hacer. Ojalá pudiera regalarte la flota real británica. Espero que sea un barco razonable, que además de flotar como debe no me hunda a mÃ.
Los otros dÃas tuve una aventura que te hubiera gustado y pensé mucho en vos. El mar bajó como nunca y quedó a la vista un viejo barco de fierro hundido allÃ, entre San Bernardo y La Lucila del Mar. No habÃa casi nadie y yo habÃa salido a dar un paseÃto para despejar la cabeza. Me arremangué los pantalones y me metà adentro y saqué unos pedazos. Entre ellos una costilla de fierro que traje varios kilómetros sobre los hombros y arranqué con mis propias manos. Estaba cubierta de incrustaciones marinas, mejillones, algas. Una verdadera reliquia. Quedé de cama, con la espalda reventada, pero contento. ParecÃa Jesucristo llevando aquel travesaño que olÃa a mar, chorreando agua por todos lados. Ya lo verás, si es que entra en el coche. Junté infinidad de caracoles, maderas, piedras. Los otros dÃas encontré un extraño pez de color rojo que habÃa arrojado el agua. TodavÃa estaba vivo. Lo metà en un balde, lo revivà y luego fui hasta La Lucila, que tiene un muelle muy largo, y lo devolvà al mar. Puede ser que algún dÃa vuelva a encontrarlo, más grande y se acuerde de mÃ.
Me alegra mucho que trabajes en el colegio. Eso te hará bien. A ti y a todos los que te quieren. Trata, como tu hermana, de leer y ver buenas cosas que te ayuden en la vida, que formen tu voluntad y eduquen tu espÃritu. Nosotros nacimos para las grandes cosas, sin despreciar a nadie. Para vivir en la luz y la verdad y la belleza.
Un beso grande. Papá.
* Mayo, 1973.
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