Será un golpe a la suspicacia. Un asalto al escepticismo descomunal ante la posibilidad de perseverar en desarrollos propios. Será, también, una victoria de la gestión polÃtica de la ciencia: el final de la distinción taxativa y anómala, que todo el mundo parece compartir en los foros digitales, entre la probidad y la capacidad desmedida de nuestros cientÃficos, y la ineptitud incurable de nuestros polÃticos.
Se sabe que la condición de posibilidad de la soberanÃa supone el sostenimiento de una identidad aun cuando uno no se reconozca en todas las circunstancias. O mejor, que la identidad nacional sobrevive porque es una referencia que preexiste a los avatares que esa identidad pueda sufrir; en otras palabras, que la identidad nacional está antes que todos los mundos posibles. Pero también se sabe que es la efectiva apertura hacia esos mundos posibles la que, como una confirmación periódica, contribuye a su sostenimiento. Poner un satélite en órbita a través de un lanzador propio será decididamente más que la concreción de esa rigurosa posibilidad material atravesando tenazmente los avatares de la historia nacional reciente.
El paÃs tiene una larga tradición en coheterÃa. En la década del sesenta, un par de experiencias exitosas –un ratón viajó a bordo de un cohete Orión II, y un mono tripuló un cohete Rigel que alcanzó setenta kilómetros de altura– convirtió a la Argentina en uno de los cinco paÃses del mundo que por entonces habÃan desarrollado experimentos biológicos en el espacio. Esas experiencias querÃan inaugurar una estrategia escalonada cuyo objetivo era el desarrollo de un lanzador satelital, y ya en 1971 la prensa publicaba que el paÃs se preparaba para poner un satélite en órbita.
Con la infausta llegada del Proceso hubo recursos inéditos en materia de investigación espacial, pero los dos conflictos bélicos de la época hicieron que esa lÃnea de coheterÃa con propósitos cientÃficos se viera atravesada por otra distinta. Como recuerda el historiador Diego Hurtado de Mendoza en La ciencia argentina (un proyecto inconcluso), pocas semanas después de la rendición de Malvinas, en una reunión secreta de brigadieres y comodoros en la sede del comando de la Fuerza Aérea, se tomó la decisión de desarrollar un misil balÃstico de alcance medio, el Cóndor II, que podrÃa transportar una cabeza explosiva de quinientos kilogramos a mil kilómetros de distancia. Para la iniciativa secreta se buscaron socios: Alemania proveerÃa la tecnologÃa, e Irak, con Egipto como intermediario, el financiamiento. Argentina aportarÃa las instalaciones y el personal cientÃfico. Dos años después, esa iniciativa secreta de los militares argentinos –que entre otras cosas implicó la construcción de un laboratorio subterráneo en Falda del Carmen, Córdoba– ya era conocida por los servicios secretos de Gran Bretaña e Israel, además de la CIA.
Con la vuelta de la democracia el proyecto de la dictadura no se suspendió. AlfonsÃn supo de su existencia a través de su primer jefe de la Fuerza Aérea y firmó un decreto secreto que aprobaba su continuidad. Según Hurtado, la iniciativa buscaba controlar parcialmente el desarrollo y apaciguar a los militares mientras se los juzgaba por la violación de los derechos humanos. Pero hacia el final del mandato de AlfonsÃn las presiones de los Estados Unidos para que se abandonara el proyecto aumentaron decididamente. Con la cancelación de la participación de Irak, en 1989, se temieron sanciones económicas.
Lo que vino después fue la humillación del realismo periférico, en acto. Es bien sabido que en materia de relaciones exteriores la filosofÃa del gobierno de Carlos Menem era aquella que habÃa alcanzado a razonar nuestra CancillerÃa: desafiar el orden impuesto por las potencias centrales desde la vulnerabilidad argentina –son expresiones textuales, que atinadamente recoge Hurtado– serÃa definitivamente gravoso para el paÃs. En consecuencia, la prescripción soberana era no ahorrar esfuerzos por disminuir la confrontación polÃtica con las potencias a cero. Por eso, cuando los Estados Unidos volvieron a la carga para que se diera de baja el proyecto, el realismo periférico entró en acción y el gobierno argentino facilitó al norteamericano todas las partes del Cóndor II desarrolladas en el paÃs para su metódica destrucción. De acuerdo con Hurtado, de ese modo, luego de más de tres décadas de desarrollo de cohetes sonda, lanzadores y misiles, el desarrollo espacial en la Argentina volvÃa a punto cero: se habÃa cumplido nuestra voluntad soberana.
En los medios, la ciencia siempre juega a la refundación: todo parece empezar hoy. Pero es una ilusión del relato. Todo desarrollo tecnológico se apoya en conquistas anteriores. El servilismo ramplón de Carlos Menem –y de Carlos Escudé, que hoy juega su propia refundación– no supo reorientar el proyecto para preservar los adelantos tecnológicos y prefirió destruirlo todo. Algo, sin embargo, se preservó. A cambio del desmantelamiento del proyecto Cóndor II, la magnanimidad norteamericana se comprometió a transferir tecnologÃa a la Argentina para el desarrollo de satélites. En 1991 se creó la Conae que, contra todo pronóstico, supo aprovechar extraordinariamente lo que se ofrecÃa. A través de acuerdos de cooperación con la NASA, la Conae puso en órbita varios satélites propios con el criterio acertado de que la información satelital permitirÃa optimizar determinadas áreas socioeconómicas. Ese sagaz cambio de frente abrió un margen de maniobras a la obstinación inteligente de Conrado Varotto, su director desde 1994, cuya figura va exigiendo hace rato la aparición de un biógrafo bien determinado. Bajo Varotto, la Conae estableció un sistema de Planes Espaciales de revisión periódica, y en 1997 se decidió que la comisión tratarÃa el problema del acceso al espacio. AsÃ, seis años después del desguace, la Argentina volvÃa a hablar oficialmente de desarrollar un lanzador.
Para ser precisos, los tecnólogos no hablan de cohetes, sino de vectores. Conceptualmente, un vector es un elemento que puede ubicar una carga útil en un punto determinado. Desde el momento en que posee esa capacidad, es tecnológicamente indiferente de qué carga se trate. Si transporta una carga explosiva, el vector es, desde luego, un arma de guerra; si transporta instrumentos de medición, un aparato cientÃfico. También puede poner un satélite en órbita y ser un lanzador. El pasaje entre el elemento de investigación, o el lanzador, y el arma bélica, es una decisión polÃtica. Es claro que en el caso del Cóndor los militares argentinos ya habÃan tomado esa decisión, pero también lo es que el desarrollo era tecnológicamente indefinido, porque para convertirse efectivamente en cualquiera de esas aplicaciones carecÃa de determinados elementos técnicos.
La otra diferencia entre vectores es anterior a su función y estriba en el combustible. Los hay de combustible sólido o lÃquido. El combustible sólido está asociado a la aplicación militar, aunque permite también desarrollar vectores con cualquier otra aplicación. Los lanzadores satelitales suelen utilizar una combinación de las tecnologÃas sólidas y las lÃquidas: el empuje del motor de combustible sólido permite que el vector salga de la atmósfera, mientras que el motor lÃquido habilita una capacidad de maniobra que permite colocar el satélite precisamente en su órbita. Pero también existen lanzadores satelitales enteramente lÃquidos.
En cambio, el vector lÃquido no habilita la aplicación militar, simplemente porque no permite la administración de los tiempos de respuesta bélicos: el tanque de combustible de un motor lÃquido debe llenarse durante dos o tres dÃas. En conclusión, el vector de combustible lÃquido, entre otras cosas, aventa los fantasmas de la utilización bélica porque no es estratégicamente sensato.
¿Se puede decir, sin faltar a la verdad, que con el Cóndor Argentina tuvo un proyecto de lanzador propio que debió abandonar por presiones internacionales? La respuesta taxativa tiene sus dificultades. Dos cosas, quizás, sà pueden decirse: que si no se hubiera desmantelado completamente el Cóndor estarÃamos más cerca de tenerlo –aun cuando el Cóndor haya venido a enterrar promisorios proyectos anteriores–. Y que hoy, efectivamente, tenemos un proyecto, el del Tronador, que en principio no tendrÃa por qué interrumpirse. Pero entonces la pregunta natural es por qué esta asociación entre la Conae y otras instituciones nacionales, que empezarÃa a dar sus frutos, ahora prospera. ¿Por qué ahora no habrÃa impedimentos visibles? ¿Qué cambió respecto del proyecto Cóndor?
La primera dificultad con el Cóndor era, sin duda, su origen. Aunque siempre se consideró como nacional, el Cóndor era un proyecto originalmente alemán, desarrollado en el paÃs. La segunda dificultad era el secreto. La tercera, que utilizara combustible sólido. Con el desarrollo del Tronador, Conae buscó disipar minuciosamente todas esas dificultades y aventar los fantasmas del secreto y de las desviaciones posibles del proyecto. El Tronador, en consecuencia, es un desarrollo enteramente nacional, abierto a la comunidad cientÃfica internacional, y que utiliza combustible lÃquido.
Desde su creación la Conae ha desarrollado y puesto en órbita, a través de lanzadores extranjeros, varios satélites propios. El próximo lanzamiento está previsto para junio próximo. Se trata del satélite SAC_D/Aquarius, la cuarta misión conjunta entre la Conae y la NASA.
En materia de satélites, se prevé que lo que viene es la arquitectura segmentada. Es decir, la idea de que en el futuro varios satélites livianos capaces de dar prestaciones distintas podrán conjugar sus datos para obtener la misma prestación que un satélite grande. Se dice que esos satélites pequeños formarán clusters, o constelaciones. Las ventajas son previsibles: la idea del cluster evitarÃa los riesgos de poner un gran satélite en órbita, con todo lo que se pone en juego en cada lanzamiento. Pero a su vez la arquitectura segmentada exigirÃa la autonomÃa de lanzamiento, porque supondrÃa poner en órbita más seguido satélites más pequeños. Esa autonomÃa estarÃa garantizada a través del Tronador, que serÃa capaz de poner pequeños satélites en órbita para formar clusters.
¿Y qué aportarÃa el motor lÃquido? Si la idea es avanzar hacia un esquema de lanzamiento satelital más confiable, el motor lÃquido presentarÃa ventajas indudables. El motor sólido, una vez encendido, ya no puede detenerse, mientras que el lÃquido es controlable. Es decir que habrÃa una razón técnica para preferirlo. PodrÃa suponerse, sin embargo, que la ingenierÃa del motor lÃquido es más compleja. En la Conae son conscientes de esa dificultad, pero también entienden que una ingenierÃa compleja no puede disuadirlos, porque es una ventaja estratégica del paÃs: los planos del Tronador son enteramente nacionales, y el costo del motor lÃquido estriba en su ingenierÃa.
En materia de combustible sólido Conae tiene un ejemplo visible y cercano. Brasil tiene un desarrollo propio, llamado VehÃculo Lanzador de Satélites (VLS), con el que busca poner en órbita satélites propios desde el Centro de Lanzamiento Alcántara, en el estado de Marañao, al oeste de la Región Nordeste. Es un desarrollo de combustible sólido que se lanzó tres veces. En 1997, en el lanzamiento inaugural, debió ser destruido en vuelo, con un satélite a bordo. Dos años después, en 1999, ocurrió lo mismo. Y el 22 de agosto de 2003, en el tercer intento, el lanzador explotó con dos satélites a bordo. En la explosión murieron veintiún personas.
¿En qué situación está el desarrollo argentino? El motor del Tronador se ha puesto a prueba en bancos de ensayo, y se han verificado algunos lanzamientos sobre el mar, con motores pequeños. Hoy la Conae estarÃa buscando financiamiento de fuentes internacionales, a través del gobierno argentino. Ese financiamiento permitirÃa construir el lanzador –que se prevé de unos treinta metros de altura–, pero sobre todo vendrÃa a financiar las facilidades que permitirÃan lanzarlo, puesto que las de Falda del Carmen no serÃan aptas para hacerlo. Se supone que en Tecnópolis, la muestra tecnológica que tendrá lugar en Villa Martelli hacia el mes de mayo, podrá verse una maqueta en escala natural del vector.
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