Lo que voy a contar nunca lo conté. Pasaron ya veinte años de aquel suceso, durante los cuales acontecieron verdaderos prodigios cientÃficos. Me animo ahora a escribir, apenas algo, sobre aquel episodio que me sucedió en la localidad de City Bell, esa ciudad cercana a La Plata.
VivÃa yo entonces en una quinta. DormÃa frente a un ventanal horizontal que me permitÃa ver un campo de vacas y caballos, bastante amplio. Pero no tanto. Las noches plenas de los campos urbanos, que eso era aquel predio vecino a la urbe, no significa campo profundo, son noches bulliciosas, con grillos chillones, perros inquietos, rumores y otros ruidos inclasificables. El silencio rural aquà no existe.
De pronto la llana llanura se platinó intensamente. Vi que algo descendÃa no desde una nave ni desde una intensa luz, no, desde una vibración inmaterializada. Reinó la paz silente más impresionante. Creció el silencio rural, casi con agresividad. No me es posible acertar cuánto duró la espectral maravilla. ¿DÃas? ¿Un segundo? Acaso me habré dormido y desperté cuando la empleada de servicio entró a mi habitación protestando porque opinaba que los cables de alta tensión caÃdos en el césped significaban peligro para los niños que levantaban cualquier cosa del suelo. Luego volvió desaforada. Las piletas de todas las quintas se habÃan vaciado, hasta el fondo. Después llegó el encargado de cortar el pasto, también desaforado. QuerÃa saber quién habÃa sido el mal nacido que le habÃa quemado una buena parcela de achiras y rosales. Callé. Actitud extraordinaria de mi parte, que soy proclive al diálogo. Callé como respondiendo a órdenes que superaban mi costumbre de proclamar novedades. Una novedad que habrÃa agregado un oropel a mi estatus de escritora en aquella ciudad. Me quedé callada. Lo que voy a contar, nunca lo conté.
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