En una ParÃs de frÃos reflectores blancos y cielos invariablemente grises se ve deambular a una chica que apenas se recorta de los lugares por donde pasa, siempre de campera, gorra y bufandas también grises, y una mochila que le refuerza el aire nómade. MarÃa es el nombre, más genérico imposible, de esa rubia de pelo llovido que no tiene ningún rasgo saliente en un cuerpo que parece reducido a su mÃnima expresión; sabemos que es argentina, que habla francés con dificultad, pero quiere practicar porque tiene intenciones de quedarse, y que no se la hacen fácil en la fábrica donde trabaja y cada dÃa le reclaman los papeles que están en trámite y van a seguir asà durante casi toda la pelÃcula. MarÃa está en tránsito: asà la encuentra el comienzo de Graba, moviéndose con indiferencia en los pasillos del subte, y es de esos personajes que parecen cargar lo poco que tienen de pasado y de futuro probable en la mochila.
Graba es la cuarta pelÃcula de Sergio Mazza (que antes dirigió El amarillo, Gallero y por estos dÃas estrena también Natal, una reality movie, como él mismo la define, filmada a partir de su propia experiencia de la paternidad y que registra el nacimiento de su hijo) y tiene la particularidad de girar exclusivamente alrededor de MarÃa, acompañándola o siguiéndole las espaldas por una ciudad de belleza hostil, o dejándola ver apenas en los claroscuros del interior de la casa donde va a pagar 500 euros al mes por una pieza. Además –y esta elección prácticamente determina la cualidad despojada y la atmósfera de supervivencia muda que recorren la pelÃcula– MarÃa es Belén Blanco, que actúa menos con gestos y palabras que con el modo de poner el cuerpo sin reservas, sobre todo en una cantidad y calidad de escenas de sexo infrecuentes en el cine argentino. Cuando cae en la casa de Jerome, un francés que de repente y después de una separación tiene una habitación vacÃa que ofrecer, MarÃa parece encontrar algo de refugio respecto de un exterior en el que es poco más que la inmigrante sin papeles que no puede resolver más que el dÃa a dÃa, pero el afuera se cuela por todas partes y de repente la chica se ve pagando con desnudez el alquiler que no puede pagar en euros. Es que Jerome es fotógrafo de modelos desnudas, y MarÃa le ofrece lo poco que tiene –ese cuerpo pequeño, de tetas que son poco más que botoncitos y costillas marcadas– a cambio del alojamiento. Incluso cuando el intercambio se vuelve sexual, sin intermediación del arte y sin tapujos, las condiciones desiguales se dejan ver en escenas incómodas que cuentan como el cine debe contar, con cuerpos cargados de plasticidad y posiciones para coger que hablan de los avatares de la economÃa y la polÃtica impresos en la piel, en la carne desnuda.
Graba es intensa cuando guarda silencio, cuando nos deja adivinar a MarÃa en la manera de doblar la espalda mientras se ducha o en la elección del menú (milanesas con puré es lo que ella cocina cuando le piden un plato tÃpico argentino), y aunque esa intensidad desciende cuando se ponen las fichas en lo discursivo, un breve diálogo entre MarÃa y Jerome sobre las formas de abortar en el paÃs de cada uno hace pensar en todo eso que no se ve ni se sabe de MarÃa, una de esas historias que no dejan huellas visibles, pero sà marcas indelebles que hacen rever al personaje bajo una luz nueva, mortecina. Como sea, es difÃcil imaginar que Graba haya existido como proyecto antes de encontrarse con su protagonista, a tal punto está comprometido el contenido final de la pelÃcula con la actuación de Belén Blanco, que acá demuestra lo que puede rendir una actriz a la hora de construir una historia y definir su sentido cuando logra ser simultáneamente durÃsima y frágil, casi anónima y memorable.
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