Posa al lado de una cebra, tiene trece años, quizá catorce. El vestido corto de breteles finitos es lo Ăşnico liso en la imagen, la modelo está completamente tatuada. Ya no es más una niñera en Atlantic City, ahora es atracciĂłn de feria y es vanguardia. Dicen que los tatuajes le gustaron antes de convertirse en figurĂn de arco iris raro por el que pagaban para mirar, dicen tambiĂ©n que si no trabaja en el circo, morĂa de hambre. La elecciĂłn estampada que habĂa nacido arte en sus ojos, era adefesio inseguro y sucio pero muy entretenido en la mirada de los otros. En 1927 más de trescientos diseños (despuĂ©s contaron más de cuatrocientos y en cuatro colores) de los revolucionarios tatuadores Wagner, Rhineager y Van Hart entre otros, cubrĂan la piel de su silueta pin up. Vestida de tinta (la cara era la Ăşnica parte del cuerpo sin dibujos) la mujer que habĂa nacido un primero de noviembre en Filadelfia fue durante cuarenta años un maniquĂ nĂłmade, una excĂ©ntrica amazona circense de caballos y mulas que desafiaba cánones de belleza compitiendo en concursos de bandas y coronitas. En grabado puntilloso y nalguitas rubensianas el cuerpo de Betty liberaba con transparencias desconocidas lo irreal de lo real. La dama del tattoo, como la bautizaron las dĂ©cadas que la acariciaron tarde, dejĂł de exhibirse a fines de los años sesenta cuando la piel tatuada principiaba una piel repetida. En 1981 sus retratos –fue la mujer tatuada más fotografiada del siglo XX– abrieron el SalĂłn de la Fama del Tatuaje ochentoso, muriĂł dos años despuĂ©s, mientras dormĂa.
En los pliegues grabados de su cuerpo, Betty Broadbent coleccionaba nacimientos de otras vidas, como el nudo que forman tres pieles juntas en la simbologĂa egipcia. Nacer muchas veces podĂa ser una de las respuestas a las preguntas que la interrogaban sobre el elĂ©ctrico dolor de las agujas acumulado sobre la superficie de su cuerpo “¿Nunca se arrepintiĂł?” “Nunca”, y que con puntual sorpresa solĂan –para explicar los gustos y las intenciones estĂ©ticas de la muñeca salpicada– contar su historia recuperando las historias de otras mujeres: la de la cautiva Olive, aquella adolescente de la mandĂbula tatuada en la Arizona de 1851; la de la contorsionista Maud Wagner (para algunxs la primera tatuadora norteamericana) y la de Mildred Hull, la bailarina exĂłtica, la suicida de New York (un fracasado salto al vacĂo primero y un veneno certero despuĂ©s) que en los años cuarenta tuvo su propio emporio tattoo. Las cuatro muestran cuerpos nuevos, las cuatro logran que sus diseños, glosas lenguaraces, sean los que reciten sin forzar la voz la razĂłn de sus contornos dejándose caer en un Ă©xtasis de frĂvola prisa para que una criatura de terciopelo y llama, esas que se disuelven en un solo dĂa, vuelva a dibujar sus pieles de broderie. En el palacio impreso, espacio en espiral impregnado en bruma de mapas, santos, pĂ©talos, diamantes, águilas enormes y sombreros planos los ojos pintados acostumbrados a posar sobre la piel atril se miran en un espejo opuesto, en el de la mujeres de Les Krims, por ejemplo, aquellas mujeres que posan desnudas entre un fondo tan estampado como objetos posibles se puedan juntar en un rincĂłn y muy cerca de otra mujer, la Ăşnica del cuarteto que no está desnuda, esa que tiene un vestido a rayas blanco y negro.
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