Hay cosas que se prestan para la pretensiĂłn, que tanto en el cine como en la literatura son terreno resbaloso: las historias de escritores, siempre torturados, siempre metáfora del autor (y a veces, por su transparencia, metáfora un poco boba), y las tramas que cruzan historias de muchos personajes, rebuscadas y que pocas veces justifican la imbricaciĂłn con alguna idea más interesante que alguna categorĂa de esas que organizaban las pelĂculas en los videoclubes: drama, romance, Cine Italiano. Amores infieles –que decididamente no se trata de amores infieles, sino que el tĂtulo en inglĂ©s alude a la tercera persona que usan muchas veces los escritores para disfrazar lo autobiográfico– tiene los dos elementos, y por lo tanto todo el riesgo (de ser una pavada) concentrado en la figura de Michael (Liam Neeson), un escritor que se recluye en un hotel de ParĂs para tratar de terminar su nuevo libro, que viene mal. Michael produjo una primera novela brillante y despuĂ©s, segĂşn su editor, empezĂł a declinar. Ahora chapucea los hilos de una historia con varios personajes que jamás se cruzan, y a pesar de que se ganĂł un Pulitzer, como le dice repetidamente su novia, y que eso deberĂa ser una especie de garantĂa de genialidad, está perdido.
Las razones son varias, y Amores infieles las administra como sorpresas a lo largo de más de dos horas mientras despliega la relaciĂłn más extraña del autor con una periodista bastante más joven (Olivia Wilde) y competitiva, que le toca la puerta desnuda pero no quiere compartir la habitaciĂłn con Ă©l, que le dice que se va ya mismo pero se entusiasma enseguida cuando Ă©l la agarra y la tira en la cama. La relaciĂłn entre ambos es histĂ©rica hasta el punto de lo casi demencial, y se complica porque Ă©l tiene su esposa (Kim Basinger), asomando al otro lado de la lĂnea telefĂłnica con una historia inconclusa y dramática, y ella tiene a un tipo que la reclama todo el tiempo por el celular, y que guarda la sorpresa más truculenta de toda la pelĂcula. Entre llamadas y salidas con su chica, Michael está escribiendo otras historias. En Nueva York, la de una madre (Mila Kunis) que lucha por que la dejen visitar a su hijo, a cargo del papá (James Franco) desde que ella casi lo lastima en un arranque de vaya a saber quĂ© psicosis. Ella es terriblemente inepta –no puede ni anotar y guardar la direcciĂłn del lugar donde tiene una audiencia para pelear por el hijo– y podrĂa trabajar de otra cosa pero se emplea como mucama de un hotel “para pasar desapercibida”. Mientras tanto y en Roma, un empresario de poca monta que se dedica a robarse modelos de trajes italianos (Adrien Brody) conoce en un bar a una rumana pulposa y seductora (Moran Atias) que se viste como una ciruja. Ella necesita miles de euros para rescatar a su hijita de un delincuente que amenaza con prostituirla, y Ă©l vacila, pero despuĂ©s de llevársela a su hotel por una noche le ofrece todos sus ahorros, enamoradĂsimo y jugados a pesar de ser consciente de que hay altas chances de estar frente a un engaño.
Las historias son tan absurdas como las de la peor telenovela, pero Amores infieles tiene la virtud –quizá la Ăşnica– de hacerlas llevaderas a fuerza de cierta sobriedad, y de contar con actores y actrices que consiguen escaparle al ridĂculo. Por otra parte, si hay un hilo que las une entre sĂ, y con las del escritor, es aquel que representa el Ăşnico movimiento que la pelĂcula tarda dos horas en realizar, y que apenas resulta suficiente para darle sentido: se trata de un cambio de foco, en relatos que parecĂan tener como centro las cuestiones de pareja y luego resultan ser más que nada conflictos de paternidades, maternidades, y sĂ, su modo particular de afectar, de separar o reunir a las parejas. El planteo no estarĂa mal, pero la pelĂcula sĂ. La prueba está en el nivel de truculencia que necesita arañar para ser intensa, y en que Michael no deja de explicar y etiquetar todo el asunto con una metáfora final que incluye flores blancas.
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