Mis padres nunca alentaron la bizarra creencia de que un gordo polar vestido de rojo bajarÃa por la chimenea a traernos regalos. Sólo tenÃamos estufa. Sin embargo, todos los años armábamos un pesebre enorme con pastores, ovejas, montañas, harina y palmeras, al que se le habÃa perdido el niño. Cuando nos fuimos al exilio, las ovejas quedaron pastando en el cuarto de mi tÃa en Mendoza junto a las copas, el juego de cubiertos de pescado y las bolas del árbol. En Madrid, a mi padre se le dio por las sopas de ajo, que hacÃan juego con nuestra decadencia monetaria y su rechazo a las ilusiones burguesas. Nuestro pisito alquilado era una forma de recrear el pesebre. El simulacro de celebración nos llevaba por caminos insólitos: nos vestÃamos de fiesta para comer la sopa entonando algún villancico sin convencimiento, mientras abrÃamos los regalos que siempre eran bombachas (sÃmbolo por excelencia de la falta de ilusión y presupuesto). Nuestros vecinos eran más excéntricos. Se atiborraban con turrones y peladillas, con mariscos que chupaban con saña frente al especial de Navidad que ponÃan en la tele. Los creyentes besaban a su diosito de yeso con aliento a cava y los paganos hacÃan cola en el Corte Inglés para sentarse sobre el castizo padre Noel de turno.
De regreso al paÃs, el techo del cuarto de mi tÃa se habÃa desplomado, sepultando definitivamente el concepto. La decadencia se magnificaba por la muerte previa de mi padre, la ausencia posterior de los objetos festivos y la sempiterna confusión climático-navideña de estas latitudes. Riesgo de lipotimia, menú hipercalórico, sidra, petardos, ausencia de transportes, depresivos, exaltados y el descolorido ritual comercial tercermundista, me han llevado a reducir a la mÃnima expresión el abordaje del asunto. Armo el árbol con mi hija pequeña, aunque no creamos en el gordo ni el niño, no le recemos al turrón ni a las uvas de las doce. Tampoco dejamos pasto para los Houdinis de enero. El nuestro es un arbolito sin sentido, o una sÃntesis del sinsentido, un tótem de plástico con bolas, un esqueleto al que amortajamos para disimular la carencia. Y en eso nos parecemos a todos nuestros vecinos. Después sólo hay que esperar. La conciencia del absurdo se manifiesta cada año a las doce. Y Occidente eructa en cuotas, por la diferencia horaria.
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