Hay escritores que son burdos imitadores de sus maestros. Hay escritores que son talentosos pero innecesarios imitadores de sus maestros. Y hay escritores –los menos– que identifican y destilan lo que más admiran y les interesa de sus maestros y lo manipulan hasta convertirlo, sin dejar de reconocer sus fuentes, en algo personal que, con cada libro que pasa, los acerca más y más a la maestría.
Este último es el caso de Peter Cameron (New Jersey, 1959) forjado precoz y merecidamente en las páginas de The New Yorker y admirado por gente como Lorrie Moore y Nick Hornby. Autor de quien ya conocimos, entre otros, Año bisiesto (su novela fitzgeraldeana), Un fin de semana (su novela salteriana), Andorra (su novela nabokoviana), Algún día este dolor te será útil (su novela salingeriana), Coral Glynn (su novela dumaurieriana con toques fordmadoxfordianos) y De un modo u otro (sus cuentos updikeanos). Y todos, además, inequívocamente cameronianos. Y con una elegancia muy suya (donde el costado gay es siempre presentado con profunda sutileza) que nunca lo priva de momentos donde sus personajes se dejan arrastrar por tempestades internas así como por los rayos y centellas de paisajes que se suponen placenteros pero siempre listos para el terremoto.
En este sentido, Aquella tarde dorada –de 2002, cuyo título original es The City of Your Final Destination, y que fuera adaptada con sutileza al cine por James Ivory con guión de Ruth Prawer Jhavbala y Anthony Hopkins, Laura Linney y Charlotte Gainsbourg en el reparto– es muy Cameron. Pero, también, como es su costumbre, alimentada por el eco de voces venerables y distantes que es un placer volver a oír leyendo.
Cameron, se sabe, es fan confeso de escritoras británicas como Muriel Spark, Elizabeth Taylor, Penelope Fitzgerald y Rose Macaulay, especialistas en el vaudeville sombrío. Pero en este caso, además, se distinguen claramente los motivos de Henry James (novela de/con escritor y aprendiz), de E. M. Forster (el postulador del extranjero como sitio físico/estado mental donde uno se pierde y se encuentra), y de William Maxwell (cuando se trata de explicar el funcionamiento de los delicados y ambiguos mecanismos de la memoria).
El país es Uruguay (destino poco habitual dentro de la ficción en inglés; sólo recuerdo Todo corazón humano de William Boyd y, por supuesto, La tierra purpúrea de W. H. Hudson, con ese lugar en el mapa) y allí el espectro marca Aspern es el de Jules Gund. Narrador que lleva varios años muerto y que llegó a Ocho Ríos como hijo de judíos adinerados huyendo de Hitler. En Uruguay, Gund escribió La góndola una novela aclamada en su momento y “de culto” desde su publicación (y que, por lo que se dice suena tanto a una novela de Peter Cameron) para después pasarse décadas intentando, en vano, su opus dos. Y Gund ha dejado una hacienda/palazzo que se viene abajo, una esposa (Caroline), una amante (Arden), una hija de ocho años (Portia) y un hermano mayor (Adam) quien vive camino abajo junto a su joven y prostibulario amante tailandés (Pete).
Y Caroline, Arden y Adam son los albaceas literarios de Gund y no demora en entrar en escena el extranjero que alterará el frágil equilibrio de semejante ecosistema: el un tanto tonto Oscar Razaghi, estudiante avanzado de la University of Kansas (a cuyas autoridades mintió para conseguir beca diciéndoles que tenía autorización de los herederos de Gund), descendiente de exiliados iraníes, y quien se propone escribir biografía del muerto cada vez más vivo en Ocho Ríos. Y a Razaghi lo atormenta y lo empuja a lo desconocido una novia (Deirdre) bastante insoportable. Y en principio los familiares no quieren saber nada con el intruso. Enseguida, claro, los acontecimientos se precipitan y el amable tono de soñadora noche estival de comedia ofrece disonancias más cercanas a las convulsas tramas de una de las mejores alumnas de Shakespeare: Iris Murdoch. Como la reciente La última palabra de Hanif Kureishi, Aquella tarde dorada se ocupa y preocupa de la ambigua relación amor/odio entre biógrafo y biografiado y, en este caso, sobrevivientes. Omar, por supuesto, se lleva la peor parte (y la más divertida para el lector). Y –centrifugado en una farsa de farsantes– no demora en ser considerado una especie de mascota por este trío de adorables psicópatas que fantasea con meterlo en una jaula y alimentarlo a base de nueces. Lo que no impide que un Omar mareado y yendo de aquí para allá (el talento de Cameron para el andamiaje de diálogos es digno de mención y envidia) descubra oscuros secretos de Caroline, Arden y Adam. Y que –impulsado por la posible existencia del manuscrito de una segunda novela de Gund– juegue su juego.
Alcanzado el destino final, claro, todo ha cambiado, nada es como era, y ya nadie podrá exigir disculpas o pedir perdones. Y desde alguna parte, tan lejos y tan cerca, seguro que Jules Gund –como los lectores– contempla toda la escena y no puede parar de reírse con tristeza o entristecerse a carcajadas.
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