“La niebla es impenetrable cuando paso frente a las ciénagas”, escribe Mike Wilson. “Las cosas son distintas dentro de ella, los sentidos se trastocan y el mundo se cierra. El interior de la niebla es un lugar solitario, aislado de la experiencia, ahora entiendo que en esos momentos me veo reducido a la expresión mínima de la conciencia, a una manifestación incompleta de lo que significa ser”. Subrayemos: “lo que significa ser”, la preocupación crucial del protagonista de Leñador. Durante casi quinientas páginas, Wilson busca resolver la cuestión del ser a través de la experiencia de un personaje innominado que combatió en una guerra en un archipiélago (la alusión a Malvinas es ineludible), fue boxeador y tras fracasar en las islas y en el ring se va del país y persigue su identidad en una huida hacia adentro fusionándose con la naturaleza entre los leñadores del Yukón. “Aprendí cosas”, sentencia en el comienzo. Lo que anticipa una característica de su novela: la iniciación. Una primera aproximación a la historia sugiere de modo inequívoco el extrañamiento del individuo regresado de la guerra, el hartazgo del extranjero de sí en el marco urbano y su necesidad de probar un rescate existencial en un paisaje primitivo y salvaje, dar con un sentido a su existencia en la Tierra y recobrar la libertad de elegir un destino fuera de los determinaciones sociales. Nada diferente, por cierto, del periplo de David Henry Thoreau en su autoexilio en el lago Walden (de aquí proviene el título de su ensayo apologético de la relación del hombre con la naturaleza, fechado en 1854). Por esos años, el mismo malestar domiciliario lo padece Ismael, el joven narrador del Pequod (véase la proximidad histórica: Moby Dick se publica en 1851). Cuando siente que merodea los bordes con la locura y el suicidio, Ismael se lanza al mar. Y así se embarca en el Pequod, el barco que comanda el capitán Ahab, obsesionado con la persecución y muerte de la ballena blanca. Se trata también de dos textos que manifiestan el rechazo a las ciudades, el avance incontenible del progreso y las multitudes. Hasta aquí serían una parte de las referencias que inspiran Leñador, esta obra obsesiva, absolutista, y a la vez contenida que roza lo prodigioso en su sigilosa apuesta filosófica bajo un “aura London”. Lo primero que sorprende durante su lectura es el laconismo que trasunta el protagonista narrador, elíptico con respecto a su pasado, mencionando pistas de su vida anterior a la experiencia leñadora (el fuego de los ingleses apenas, el mate apenas, el tango apenas, unos naipes jugados con su abuelo en una estación del Mitre), pistas que a través de su elusivo silencio se convierten en fuertes pregnancias que justifican su ansia de olvido y la necesidad de conocimiento del nuevo territorio, las prácticas tanto de sobrevivencia como de trabajo rudo. En este aspecto, la descripción tan enciclopédica como minuciosa de herramientas, costumbres, paisajes, climas, flora y fauna elabora una antropología y una historia del contexto en el que sucede una trama mínima que, mediante la observación constante de los detalles contrasta con las intervenciones meditativas del protagonista, escuetas, cautas, que en su restricción apuntan a la síntesis del koan. Acá entonces, la voluntad insinuada de una búsqueda de iluminación, la vía mística del encuentro de un sentido. En la memoria del lector, casi automática, estarán Las enseñanzas de Don Juan de Carlos Castaneda, con una diferencia: Wilson desconfía de los procedimientos supersticiosos como caminos de conocimiento. Su maestro es el paisaje. Y en su aprendizaje la experiencia lo es todo. Inevitable, otra referencia: Hacia rutas salvajes, la crónica de Krakauer sobre el joven Mc Candless que rechaza los privilegios de una familia acomodada y parte hacia Alaska.
Pero, cabe preguntarse, por qué el subtítulo “ruinas continentales”. A qué aluden esas ruinas, humanas: acaso a lo que queda al dejar atrás un pasado, un continente del que el sur es sólo parte y, en consecuencia, lo que cuenta, es un más allá que lo es también del lenguaje. Wilson es lector de Wittgenstein (ha publicado el ensayo Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas”). Por tanto, elige callar lo que no se puede hablar. En “El narrador” Benjamin contaba que aquellos que volvían del frente de la Primera Guerra no hablaban de los horrores padecidos. Su silencio decía más de lo vivido que toda retórica. Volviendo a Wilson: el procedimiento de la reserva, la memoria callada, gesto pudoroso, en la sobrevida del combatiente deviene ascesis.
Pero hay más con respecto al sistema de referencias que articula, deliberadamente o no, esta novela a un tiempo torrencial en su presente y sigilosa con respecto al pasado. Si el protagonista, siempre en primera persona, elige callar su pasado de combatiente en Malvinas, y ese silencio es atendible, respetable, considerando el pavor tácito vivido como elemento implícito, entonces Leñador puede considerarse, también de forma tácita, para escándalo de los espíritus nacionalistas, como literatura de Malvinas. Si por carácter transitivo esta literatura integra una categoría más abarcativa, la literatura patagónica, es en esta extrapolación geográfica (Canadá, el Yukón, Alaska en la simetría con el sur argentino) donde Leñador (escrita por un norteamericano que es argentino que es ciudadano chileno) se plantea como desafío que, redoblando la provocación, en su audacia, ocupa ambas categorías.
Habría que volver también sobre lo innominado del protagonista, otro gesto de reserva. Lo escaso que Wilson cuenta de su personaje, ese encerrarse lejos, el aislamiento remoto, tiene que ver tal vez con lo reticente que fue el escritor al apartarse de su agente y las redes sociales durante el período de escritura de esta novela sumado a la preferencia de una editorial chica para su publicación como agazapada. Si bien con anterioridad había publicado otras y obtenido un consentimiento crítico, al encarar Leñador, Wilson entró en un lapso de dos años de retiro, una concentración que opera como clave del mecanismo del texto, los extensos tiempos de descripción, profusos, auténtica lupa descriptiva que se detiene en todo aquello que el leñador busca averiguar sobre su entorno y que, en su investigación cotidiana, operan como habilitadores de su mutismo.
Lo que se sabe de Mike Wilson: de padre norteamericano (vivió en el Yukón, le contó al hijo historias del territorio) y madre argentina, nació en Saint Louis en 1974. Se educó en Argentina, Paraguay y Chile. Se doctoró en Letras en la Universidad de Cornell y, en la actualidad, es profesor en la Universidad Católica de Chile, donde reside desde 2003. Según declaró, Joy Division y David Lynch constan entre sus gustos. Y entre sus escritores predilectos - lo que podría ser, según se mire, dato de color o seña de identidad - figuran tanto Arlt como Oesterheld. Más interesante, en cambio, puede resultar una presentación de Wilson (fijarse en internet) en la que explica por qué escribió Leñador. Un interrogante lo absorbió desde su infancia: Qué es esto. De chico, al mirar sus manos al sol, se lo preguntaba: ¿Qué es esto? Ninguna respuesta ni científica ni filosófica lo tranquilizaba.
El cuestionamiento sobre la existencia de lo evidente no tan obvio fue el motor de esta novela que busca la respuesta sin ofrecerla taxativamente. El leñador persigue certezas y las vislumbra. Aún cuando arrastra “las penumbras de la ciudad”, detecta lentamente evidencias de eso otro. Hasta que, una mañana, de vuelta al campamento, al contemplar el sol entre los árboles, se le revela el momento: “Fue la primera vez en mucho tiempo que sentí la certidumbre. Se me había olvidado lo bella que puede ser la certeza”. Es decir, ante cada hecho de la naturaleza, se trate de un coleóptero o de la amenaza de un oso, de un copo de nieve o el destello de una luciérnaga, las cosas son. Y le basta con que así sea. El rechazo a cualquier clase de dogmas, en ocasiones puede ser sospechoso y se plantea como elaboración de uso personal, que no lo es tanto: el empecinamiento del retorno a la naturaleza, una añoranza que puede confundirse, en ocasiones, como una expresión de tendencia de la nueva masculinidad (hombres desnudos abrazando sequoias) o bien la ideología National Geo (una estetización de lo documental). Sin embargo, aunque el leñador en éxtasis pueda abrazar un árbol, aunque pueda capturar la belleza postal de un alce, Wilson se las ingenia para sortear lecturas chicaneras de afectación new age. Es que va por otro lado: la experiencia del bosque lo es de escritura. Y lo que consigue transmitir es desenmascarar el lenguaje al compararlo con lo real y explotar el grado de necesidad de una escritura que, a través de lo literario, se revela como vital. Desaforada como La vida, instrucciones de uso” de Perec, rara como Memorias de un ladrón de discos de Sampayo, Leñador comparte con estas su objetivo clasificador y coleccionista de situaciones hasta concretar la visión totalizadora de un mundo. No es casual que el leñador recién instalado en la cabaña del equipo, encuentre un ejemplar de un almanaque de agricultura. Al empezar a leerlo, en su asimilación no tanto de los datos como en el modo de exponerlos, Wilson proporciona la llave de acceso a la estructura de su relato. Es decir, su manual de “instrucciones de uso” para la comprensión de su obra, toda una colección de temas, la más completa.
Suele ocurrir: hay novelas que lo inducen a uno a pensar no sólo en qué consiste el género sino también qué quiere decir hoy escribir una novela. Lo sabemos: ya no es posible subir a Davos ni recorrer Dublin como si antes no lo hubieran hecho otros. En este aspecto, se agradece el surgimiento de una novela que nos empuja a trazar una cartografía literaria, discernir con qué obras y autores se mide. Ante la imposibilidad de replicar Davos o Dublin, ante el peligro de la repetición plagiaria (aunque la repetición pueda no ser nunca igual), Wilson adopta una estrategia narrativa desesperada y aluvional que fluye por debajo de la presunta serenidad de su prosa, el modo con que despacha su saber de un Yukón que, cabe advertirlo, es interior: su Arcadia personal.
Antes del final, un auténtico y espectacular tour de force narrativo, el leñador encuentra un salmón boreal agonizando en una ribera. “Abanicaba las aletas y abría y cerraba las branquias, gestos sin designio. Había cumplido, río arriba dejó su propósito y significó. Ahora que no quedaba más que hacer, podía dejarse ir, abandonarse a la corriente, íntegro y certero en el mundo sin siquiera la necesidad de presentarse a un escrutinio. Libre. Entré a la corriente y lo dejé en aguas más profundas. Regresé al camino, hacia el volcán, hacia el norte, hacia los límites”.
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