En una de las primeras escenas de La guerra del fuego, un hombre primitivo mata a otro a garrotazos. Después se para sobre una roca y un poco confundido por lo que hizo grita.
Era 1982 y era la guerra. Yo tenÃa nueve años. En toda la pelÃcula no dicen una palabra y lo que pensé al verla era que se trataba de algo que tenÃa que ver con eso, con la guerra, con las luchas de poder y también con el amor. Todo mezclado.
No es que haya corrido al living atraÃda por los sonidos guturales. Ellos, mis padres, querÃan que estuviera ahÃ, sentada, mirando atenta. En la tele, puesta sobre un mueble creando un precario cineclub, dos grupos prehumanos peleaban desnudos, con rocas y ramas, por eso nuevo que tenÃan y que les daba poder y calor, que brillaba en el medio: el fuego.
Nosotros también estábamos en guerra, y a la vez se sentÃa el principio tÃmido de algunas libertades, porque ya se adivinaba algún final. Por un viaje de negocios que habÃa hecho mi abuelo, tenÃamos una de las primeras videocaseteras y en casa se usaba para organizar ciclos. No se pasaba nada que no sirviera para aprender la historia, la estética o la filosofÃa, nada de perder el tiempo. Estaba prohibido no pensar en nada, pensar cosas vanas o sufrir por amor.
En la pelÃcula habÃa algunas tribus más evolucionadas que otras. Los hombres de las cavernas cubiertos de pelo y pieles se mataban entre ellos para quedarse con el fuego. Después, una mujer del clan más avanzado le enseñaba a un hombre de la otra tribu a sentir y mostrar afecto.
La pelÃcula no es exacta en datos históricos y con el tiempo supe que no mostraba las cosas tal como habÃan sido. Pero no importaba. Igual formaba parte de lo que ellos entendÃan como una educación sentimental y materialista. Algunas modas las habÃan dejado pasar de largo, como los testigos de Jehová o esas personas que parecen detenidas en el tiempo y que nunca bailaron un rocanrol. Ellos no habÃan bailado música disco, porque les parecÃa frÃvola, música para no pensar. Cierta militancia era asÃ.
En la pantalla habÃa salvajes, peludos. Pisaban el fuego sin querer y se quemaban. Alrededor mÃo también los hombres tenÃan pelo en la cara. Pero eran distintos. Con cálculo, llevaban llamitas a sus pipas, tenÃan todo pensado. HabÃan heredado el fuego, ahora habÃa que resolver otros problemas. Que en la pelÃcula no hubiera palabras me generaba desilusión y alivio a la vez. Estaba acostumbrada a entrar en trance cuando los adultos hablaban en una lengua que de pronto se volvÃa difÃcil y extraña, un ruido sordo de fondo que era como una matemática o el sonido del mar, y me quedaba dormida en el sillón.
La vida entre los grandes me obligaba a pensar. La guerra del fuego me hizo pensar por primera vez en qué era lo importante, si durar o arder. Los primeros hombres encontraron el fuego en la naturaleza, en alguna rama afectada por un rayo en la tormenta. Después convirtieron esos accidentes en métodos para fabricarlo y asà obtener luz y calor, pasar de comer la carne cruda a cocida. Una vez encendido, habÃa que mantener el fuego vivo. El barbudo prehistórico que aprendió el afecto conoce una tribu que cocina sus alimentos, vive en un mismo lugar, se comunican entre ellos, tienen una especie de religión. Ellos estaban organizados, pero no como nosotros. Nosotros vivÃamos en familia. Algo, una fuerza externa, un enemigo que se encontraba afuera, parecÃa mantenerla unida. No habÃa lugar para el drama del amor. HabÃa una guerra. Pero a todas las guerras el amor las atraviesa con sus flechas. En la vida está todo mezclado. El arte de la guerra se basa en someter al enemigo sin luchar. El protagonista de la pelÃcula es capturado y es obligado a embarazar a las mujeres del clan. La evolución de los seres humanos tiene sus misterios. El fuego y el amor se parecÃan en algo: son de los pocos bienes que cuanto más se desparraman más se tienen. La guerra también.
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