Cuando uno pone Matthew Barney en el Google, lo que obtiene a cambio es una lista larguÃsima de imágenes bastante particulares. Una bailarina en el medio de un estadio desierto que tiene un zeppelÃn Goodyear tomado de cada mano, Richard Serra --el escultor norteamericano-- vestido de traje con un martillo en un ampuloso lobby, la rueda de un auto con una extraña cubierta con testÃculos, un retrato de un joven pelirrojo enojado con orejas de chancho o a la mismÃsima Björk desnuda tomando un baño con naranjas. ¿Cómo todas estas imágenes responden a un mismo nombre? Y es que el repertorio de personajes e historias que se cruzan en sus pelÃculas es siempre, por lo menos, excéntrico. Matthew Barney, además de ser novio de Björk, es uno de los artistas estadounidenses que más ha llamado la atención en esta última década a fuerza de pelÃculas que apelan a todo el inconsciente norteamericano sin temor al ridÃculo y a la posterior puesta en sala de algunas partes de ese imaginario. Instalaciones que conjugan maquinarias, diseñadÃsimo mobiliario, secreciones y hasta animales que el público puede ver como partes de ese misterioso mundo Cremaster.
En el auditorio del Malba se exhibe por estos dÃas su último gran largometraje: Limitación 9. Una pelÃcula que sostiene los extensos tiempos operÃsticos con los que sus antecesoras marcaron época y vuelve sobre las obsesiones de siempre. El sexo metabolizado en cosas (o cosas que actúan como si tuvieran sexo), una suerte de mitologÃa que abraza y ocurre en grandes máquinas (barcos, puentes, reactores) y la continua transformación del cosmos: seres y objetos que segregan lÃquidos, se solidifican, se reproducen y se pudren citando, de costadito, coreografÃas de Busby Berkeley o tomas cinematográficas que son más de cameraman de fútbol americano que de cine pop.
La serie Cremaster, su trabajo más reconocido al dÃa de hoy, combina singulares escenarios y personajes siempre de manera hermética: dando pocos diálogos y empujando casi todo al terreno de lo visible. De un refinamiento formal llamativo, cada detalle juega a ser la punta visible de un gran iceberg. Un universo cargado de texturas, sÃmbolos y links en toda su longitud que al dÃa de hoy se encuentra formado por cinco distintas Cremasters filmadas entre 1995 y el 2002. El tÃtulo de la serie refiere al músculo que sostiene los testÃculos y hace que éstos se muevan hacia arriba y abajo de acuerdo a los cambios de temperatura, la estimulación externa o el miedo. Y eso ayuda a entrever un poco el método constructivo de Barney: traer referencias que provienen desde todas las latitudes culturales filtradas a través de sus obsesiones y autobiografÃa que se van mezclando en grandes tramas surreales y patrióticas. ¿Patrióticas? SÃ, porque todos los disparates de su mente se recortan en la historia norteamericana con esa particular fascinación que los yanquis tienen hacia el supermercado, los deportes masivos y las noticias policiales. En la Cremaster 2, Barney interpreta a Gary Gilmore, el asesino que Norman Mailer retrató en La canción del verdugo. Famoso por ser el primer ejecutado por el sistema penal estadounidense después de que se reinstaurara la pena de muerte en 1976 y por tener una especial urgencia por morir, Gilmore, a través de su sórdida historia, le permite a Barney teñir la pelÃcula de un aire documental, como si quisiese emular no lo que pasaba por la cabeza del asesino sino el malestar de su ánimo y su pésimo aliento. Mailer, como parte de este juego de realidad y ficción sin cuartel, aparece dentro de la trama interpretando al abuelo del asesino --un rumor que él mismo puso en su libro--, ni más ni menos que el mago y escapista Harry Houdini. En uno de los poquÃsimos diálogos, el Houdini de Mailer da una clave para entrar en el universo Barney. Hablando sobre su trabajo dice que para escapar es necesario volverse parte de la jaula que lo atrapa. Hace falta una metamorfosis, el escape real no necesita un truco sino una transformación para lograrse. Esa es quizá la premisa fundamental para seguir estos grandes melodramas visuales. Todo muy lentamente se irá transformando. Asà es como esa genealogÃa norteamericana elegida, Gilmore interpretado por Barney, su abuelo Houdini-Mailer y algunas criaturas más se reparten la pelÃcula sin demasiada explicación. Las hazañas de los personajes son ante todo proezas fÃsicas (en otra Cremaster Barney se escala ¡el Guggenheim!) o cÃclicas metas como si estos personajes tuviesen la misma conciencia del deber que tiene un estómago cuando decide expulsar algo que le ha caÃdo mal. Son personajes espasmódicos, sin mucha personalidad, corren de un lado a otro superando pruebas, siendo partes de un organismo aún más grande que envuelve a personas, objetos y máquinas por igual. Articulando el diálogo constante entre sus partes, imitando el ritmo natural. ¿Está todo estrictamente relacionado? Barney, cuando está inspirado, parece mostrar cómo.
Lamentablemente, Limitación 9 no es el mejor de los momentos para entrar en contacto con el universo Barney. Si bien atrapa en sus primeros rituales: una mujer envolviendo hipnóticamente unos fósiles como si fueran regalos navideños o una muy bella caravana danzante que atraviesa con mucha naturalidad unos reactores nucleares. Lo que en un momento seduce de la minuciosa manufactura de su emblema caracterÃstico (un óvalo atravesado por una barra) después de que se repite a lo largo del film hasta el cansancio pierde todos sus encantos. La preparación matrimonial en donde Barney y Björk dan mil vueltas para vestirse y tomar el té se vuelve tortuosa por extensa y exagerada y una vez que ¡por fin! lo logran (atención: a continuación se van a contar escenas finales) sacan unas navajas y se mutilan delicadamente el uno a otro en una especie de sádica cópula amorosa. El problema a esta altura es doble: de estómago y de timing. Como se trata de pelÃculas en donde muy poco se dice y cada-detalle-parece-ser-la-punta-visible-de-un-gran-iceberg, es esa tendencia hacia el gesto recargado y el escenario ampuloso lo que le termina jugando en contra por 6-0. El tiempo operÃstico que al principio entusiasma, después de 40 minutos ha anestesiado cualquier molécula sensible de nuestro cuerpo y entonces, ahà es donde ya nos ponemos fastidiosos en la sala. Si de verdad hay un iceberg ahà abajo, bueno: ¡queremos verlo! Y Barney puede seguir canchereando sin parar o haciendo acrobacias con Björk que a uno le resultará exactamente lo mismo. Probablemente sea la seriedad con la que todo está presentado, nunca un chiste, un guiño de complicidad. ¡La mitologÃa no lo permite! Y entonces las ambiciones de este artista de generar un universo tan complejo y, a la vez, simple como el natural, caen. Caen porque se olvida del cine, un arte de tiempo que pide algún cambio de registro, de marcha, que ventile un poco tanta demanda visual. Parece ser un razonable descuido para un artista visual pensar que si hay algo ahà puesto, se lo mirará con mucho detenimiento. Si eso funciona en la sala de cualquier galerÃa es porque se nos da la libertad de darle 10.000 vueltas y conversar al mismo tiempo con alguien sobre lo que nos toca mirar. Limitación 9 es cine y nos pide que estemos cerca de 2 horas y cuarto sentados en una butaca. Es una pena porque Barney no descuida la imagen nunca y siempre hay planos bellos, pero de tan cargados pierden el ritmo de la mirada y, de manera frustrante para nuestros ojos, la pelÃcula continúa ahà ¡durante una hora y media más! mostrando todo tipo de caprichos que ya no esperan ni quieren ser vistos. Es paradójico porque, volviendo al sexo, su última pelÃcula puede ser equiparada a la masturbación: algo sano y placentero pero algo que no necesita al otro. Limitación 9 no busca comunicar ni generar placer. Es igual al sexo con uno mismo, un acto autista que apunta a la más estricta satisfacción personal.
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