“De las gargantas del fuego y el rubÃ/ una decencia loca inundará tu cabellera, / jardinera del infierno./ Y asà serás, para mi altura de prÃncipe / del Angst, la bárbara dorada, la irrenunciable." A fines de los años '50 la pintora Martha Peluffo inspiraba poemas como éste que pertenecÃa a Julio Llinás, su marido y padre de sus dos hijos –Sebastián y Verónica–, un poeta, crÃtico de arte y publicista, figurón de tertulias y bienales, de esos don juanes a quienes Miguel Briante llamaba "muñecos grandes", y del que ella luego se divorció. Pero la bárbara dorada no siempre alentaba esas honduras y también recibió homenajes en forma de canciones que elogiaban los amores con ella contra la pared de la penitenciarÃa de la calle Las Heras, como la que le dedicó César Fernández Moreno –otro "muñeco grande"– y que cantaba Nacha Guevara con música de F. Leynaud: "Me querÃa mucho /bajo los árboles de la calle Ayacucho/ Me querÃa mejor/ sentada en el cordón de la calle Ecuador/ y donde más me querÃa era detrás de la penitenciarÃa". Pero hubo más poetas que la amaron y otros que la amaron que no eran poetas. De las pitonisas del radio de Viamonte y Florida al Bajo, Martha Peluffo parecÃa la más saludable. Era alta y esbelta, casi demasiado sanota, como una vikinga, en épocas donde se usaban los ojos delineados por ojeras de pestañas pintadas y el peso de un alfeñique con senos. Luego de su muerte de un cáncer de ovarios en 1979, tras una muestra aniversario realizada al año, se la olvidó, al menos en las salas de exposición, hasta hoy en que se acaba de inaugurar en el Centro Cultural Recoleta una retrospectiva de su obra: ocupa dos salas: una con sus retratos y portarretratos, otra con sus obras abstractas. Su curadora Victoria Verlichak la hizo coincidir con la biografÃa Martha Peluffo. Esta soy yo, que es menos un ensayo crÃtico que la biografÃa de una obra en trayectoria y que editó Fundación CEPPA ediciones.
"En este momento en que hay exceso de todo en simultaneidad y aceleración querÃa dejar certificada su obra, darle un marco estable", dice esta curadora y periodista de origen croata que se empeña en traer al presente artistas largamente puestos entre paréntesis y en aplicar a sus producciones un orden crÃtico de acuerdo a las décadas. "No querÃa hacer una biografÃa a la norteamericana porque creo que el escándalo opaca la totalidad de una persona. PodrÃa haberlo hecho pero elegà no hacerlo a pesar de que conozco muchos secretos de los artistas. Yo no hago libros de asalto."
Victoria Verlichak es autora de En la palma de la mano. Artistas de los ochenta, El ojo que mira, Artistas de los noventa y Martha Traba. Una terquedad furibunda. En todos estos libros utiliza un método certero: la puesta en contacto de diversas visiones crÃticas y testimonios que omiten las comillas para elegir la nota al pie, la reconstrucción detallada de contextos y la elusión de las anécdotas destinadas a sedimentar el mero mito. Martha Peluffo fue una figura familiar de las vanguardias artÃsticas de tres décadas, una invitada habitual de las revistas dirigidas por Jacobo Timerman y de la televisión local. Como tal cultivaba su personaje, sus detalles públicos, un touch de diferente entre diferentes.
Verónica Llinás, su hija, también una celebridad, que ha organizado la muestra y ha orientado la búsqueda de Verlichak por diversos paÃses de Latinoamérica, fundamentalmente Colombia y Venezuela, para arrear la obra dispersa, dice que esa madre fue difÃcil aunque nunca cesara de irradiar amor y luminosidad.
"Yo sentÃa hacia ella una mezcla de admiración con vergüenza. Por ejemplo, cuando venÃa a buscarme al colegio: podÃa usar unas plataformas enormes, un poncho con los colores del arco iris y pantalones flower power. Una vez yo la estaba viendo en Los doce del signo y Horangel le preguntó: ‘Martha Peluffo ¿por qué no se peina?’. ‘No es que no me peino, me despeino’."
Promocionada como excepción en grupos casi exclusivos de hombres, hija de un general de la nación y de una dama bonaerense de origen anglosajón, Martha Peluffo tuvo, aunque parezca extraño, todo el apoyo para ser artista, aunque pronto expresara sus costados contestatarios al participar de dos muestras colectivas, una de homenaje al Che Guevara y otra titulada Malvenido Mister Rockfeller.
En el libro Surrealismo y sexualidad Xavière Gauthier rastrea los clichés que los pintores surrealistas sostenÃan sobre los objetos del amor loco y del deseo sin lÃmites, las mujeres. En la forja de esos machos radicales sólo cabe el mito de la mujer niña, la bruja, la prostituta o la mediadora benéfica o maléfica. Claro que, al escribir desde las barricadas del feminismo de la diferencia, Gauthier quizá no supo situar qué de esos mitos era utilizado como polÃtica de la pose por las mismas involucradas a fin de lograr su integración. Y tal vez esos mitos puedan reconocerse en toda coalición masculina con intenciones fundantes: quienes hablan de Martha Peluffo la llaman "musa", "bruja", "diosa". O la señalan como precursora del informalismo o la "primera tachista" de Latinoamérica a la manera con que Ezra Pound llamaba a Hilda Doolittle "primera imaginista": a la función mediadora femenina suele agregársele la de evidencia principal de un credo, su prueba más radical. Pero de las diversas series que Martha Peluffo integró –la de los siete pintores abstractos de una de sus muestras colectivas, la del grupo Boa que unÃa "el surrealismo y la abstracción lÃrica" o la del envÃo argentino a la séptima Bienal Internacional de San Pablo, por poner algunos ejemplos– sólo ella parece haber sido hasta ahora olvidada.
HabÃa un machismo enorme. Todos habÃan estado enamorados de ella, y en otro sentido, se lo cobraban –Verónica Llinás está segura–. Pero Luis Felipe Noé quiere cortar por lo sano toda idea de conspiración patriarcal: "Las razones del éxito o del olvido son tan complejas, tan difÃciles de situar que es imposible establecer la idea de una intención. Pero creo que ella no deberÃa haberse apartado de las lÃneas de trabajo que le marcaba su primera época, de eso que se llamaba erróneamente informalismo simplemente porque cuando alguien hace una pintura que no tiene sujeto ni objeto ni esquema geométrico se la llama de ese modo aunque esa manera de pintar no sea sólo propia del informalismo sobre todo porque lo de Martha tenÃa relación con el surrealismo y el grupo Phases que generó Boa".
Quizás habrÃa que dejar flotando la pregunta: si Martha encajaba en la figura de la bruja y de la mujer niña, si era una artista sólida pero a cuya leyenda podÃa agregarse el plus de la muerte temprana, si el halo de tragedia continúa luego de su muerte a través de ciertos episodios familiares que los hacedores de su reaparición como figura actual eligen dejar en secreto, ¿por qué no dio siquiera para el mito, ese boicoteador habitual de la obra?
La serie de autorretratos –grandes y coloridos– parece haber sido vista como un desvÃo desdichado cuando era compleja y novedosa. La de los retratos populares de la muestra Cara a cara –en donde muestra a Palito Ortega y a Luis Sandrini, a Tita Merello y a Hugo Orlando Gatti–, como un gesto exitista, cuando en realidad adelantaba en cuanto al próximo casamiento entre arte y medios. De hecho la lÃnea de trabajo de Martha Peluffo que tuvo como eje su figura como modelo la dejó fuera de cualquier serie o coalición estética.
"Ella querÃa ser original", dice su amigo, el fotógrafo Oscar Balducci. "Estudió con Pettoruti pero no salió –como decÃa– uno de tantos pettorutitos. Miraba un cuadro del gallego (Deira) y decÃa 'A esto lo sacó de Bacon'. '¿Qué Bacon, Martha?' (Yo debÃa de haber visto un cuadro de Bacon en mi vida...). SabÃa de lo que hablaba."
Verónica Llinás dice que su madre tenÃa la sensación, cuando empezó la serie de los autorretratos –entre los que habÃa varios desnudos–, de que la acusaban de haber traicionado no sé qué cosa y ella misma se sentÃa traicionada por esa acusación.
De entre las figuras elegidas para evocar a Martha insiste la de la mujer niña siempre en la luna o en el otro mundo, algo que contrasta con la densidad reflexiva de sus maneras de situar la obra que iba construyendo.
Decir que era distraÃda parece menos el testimonio de una evidencia que una elección que todos prefieren a otras posibles. Verónica Llinás se siente más cómoda cuando puede situar a su madre como personaje de comedia: "Hay una anécdota de ella que siempre escucho con variaciones: estaba en la barra del Bárbaro un dÃa de semana en que iban los yuppies. Al lado habÃa uno de camisa y corbata frente a un tomate partido al medio. Y mamá, hablando con no sé quién, le apagó el faso en el tomate. Yo estaba presente. No lo podÃa creer. Me levanté y me fui. Era más que distraÃda. VivÃa en una especie de viajes mentales que duraban mucho y de los que, a veces, costaba traerla. Era muy común que yo empezara a llamarla mamá, luego ¡mamá!, hasta que estallaba ¡MAMA! Entonces ella se sorprendÃa: '¡¿Qué?! ¡No me grites!'. PerdÃa la llave todas las semanas y tenÃa que venir el cerrajero a cambiar la cerradura. Una vez se olvidó la plata de un premio en una cartera –cuando lo ganó pegó unos saltos hasta el techo porque para ella era mucha plata, cuando por lo general tenÃamos que comer salchichas–. Se la olvidó durante dos años en plena época de inflación y cuando la encontró no se podÃa comprar un chicle Bazooka. Otro dÃa fueron al cine ella, un novio y un amigo a ver una pelÃcula de vampiros. Ella era de las que sienten ganas de comer chocolate a cada rato, entonces salió al kiosko a comprar y cuando volvió el tipo de la puerta no la dejó entrar: 'Pero si acabo de salir'. 'Su entrada.' 'No la traje. Pero cómo no me va a dejar entrar si le digo acabo de salir.' 'Yo a usted no la vi.' 'Le digo que sÃ, fui hasta el kiosko.' Que sÃ, que no, que sÃ, que no. Hasta que el tipo le dijo: 'A ver, señora, ¿cómo empieza la pelÃcula?'. 'Bueno, está la chica, viene el vampiro, le chupa la sangre, la chica se muere, el vampiro se va, entonces...' El tipo la miró de un modo raro. Después le dijo: 'Bueno, pase'. Ella entró y empezó a buscar a sus amigos por las filas. Miró y nada. Hasta que se dio vuelta y miró la pantalla. Estaban dando Al este del paraÃso".
Sin embargo, esa distracción parecÃa más que una caracterÃstica personal, una marca de clase, tal vez una variante del charm of hesitation (encanto de la vacilación) que es tan bien visto en el espacio social bien. Cecilia Absatz, que fue su amiga hasta el final, recuerda en Martha algunas salidas de ama y señora.
"Un dÃa venÃamos de una fiesta: mil en un auto, todos borrachos y fumados. Ella tenÃa un vestido de gasa transparente sobre ropa interior negra. Nos paró la policÃa. DebÃa de ser el auto más sospechoso del mundo. Se bajó con las sandalias en la mano y dijo: 'Soy la hija del general Peluffo'. Y los canas se cuadraron. Recuerdo también una fiesta a la que estaba invitado el director de teatro VÃctor GarcÃa con su elenco en el que habÃa un joven muy histriónico que comenzó a contar sus aventuras como prostituto mientras preparaba un cus-cus. Martha lo paró en seco: 'En mi casa no vengas a mostrar tus llagas'."
Victoria Verlichak le saca al general Orlando Lorenzo Peluffo un prontuario discreto en forma de nota al pie: "...es ministro de Relaciones Exteriores y Culto entre el 2 de mayo de 1944 y el 18 de enero de 1945. Asumió como canciller luego de la ruptura de relaciones diplomáticas y polÃticas con los paÃses del Eje –Alemania y Japón– y renunció a su cargo antes de la declaración de guerra de la Argentina al Eje (27 de marzo de 1945) (...) Peluffo fue compañero de promoción de Juan D. Perón, con quien compartió el cuarto en la Escuela de Guerra. Luego sus caminos se distanciaron". Oscar Balducci dice que Peluffo le prohibÃa a Evita la entrada a la garçonnière castrense compartida y que Martha y su marido vivieron un tiempo junto a él y su esposa en el Palacio de los Patos.
"Llinás contaba que no podÃa escribir a máquina, ni a la mañana ni a la noche ni a la hora de la siesta porque el suegro dormÃa. 'Le tenés miedo', le dijo Raúl Gustavo Aguirre. Lo habÃa cagado, pero Llinás no se podÃa quedar asà nomás y le contestó: 'Es que el general Peluffo duerme con una granada en la mano derecha y otra en la mano izquierda'."
Imágenes de mujer libre en acción durante los ’60 y ’70.
Alejandra Pizarnik se suicida junto a una muñeca –las pericias policiales demostraron que se habÃa arrastrado fuera del lecho buscando tal vez sobrevivir pero nadie quiso saber nada con esa versión–.
La psicoanalista Reba Alvarez de Toledo toma su ácido lisérgico y se sienta a esperar los efectos con su cuaderno de notas en la mano.
Norma Arrostito hace prácticas de tiro en un campo clandestino.
Fulana y mengana, en un cuarto con colchón al piso, se colocan el diafragma con un dispositivo parecido a un cepillo de dientes.
El cuerpo entonces podÃa ser un laboratorio, un arma y una fiesta. El psicoanálisis predicaba hasta desde Primera Plana, pero las activistas de las vanguardias estéticas solÃan sucumbir a una literalidad de la que sacaban ventaja los varones: el deseo se asimilaba al deseo sexual, su satisfacción era un imperativo. Mientras la teorÃa decÃa otra cosa, toda una mÃstica de la acción estallaba desde el monte norteño al automatismo surrealista pasando por las noches en Gong. "Poner el cuerpo", "escribir con el cuerpo", "sentir el cuerpo" eran los axiomas de un poster represivo con la apariencia de la máquina coital de Wilhem Reich. No era bien visto que una chica recordara el número de sus amantes: podÃa ser tildada de frÃgida. Martha Peluffo tuvo sus performances amorosas, dicen que a menudo desdichadas, como si allà su poder de sorcière, diosa o musa le fuera depuesto. Muchos la recuerdan angustiada por otro que siempre es otro y con el que sostiene una relación pasional, devastadora.
Cuando Martha Peluffo salta al autorretrato elige también un salto técnico. Pinta sobre la proyección de diapositivas de Carlos Bartolomé, José Miranda y Oscar Balducci. Es criticada: todavÃa el arte no habÃa legitimado la paciente labor de electricistas, matriceros, ferromodelistas, fotógrafos, en la obra de un artista. En su libro Verlichak señala la inactualidad de esa crÃtica al mismo tiempo que separa a Martha Peluffo de una fácil asimilación al pop art –con sus chaturas de impreso para afiche y sus serializaciones– señalando el hecho de que el uso del nuevo soporte técnico generaba nuevos problemas y abrÃa otros desafÃos: Martha explicó sus razones ante la periodista Olga Costa Vivas para una entrevista titulada "La pintura, una manera de vivir". "El proyector me da una imagen a través de un medio. Cuando ves televisión o cine estás viendo una realidad a través de un medio que te da otra visión, y esa transformación comienza a ser tu verdadera realidad. La manera como observa la realidad el pintor renacentista no puede ser la misma que la del que tiene conocimiento del zoom; aunque es bueno acotar que los pintores renacentistas trabajaban con la cámara oscura, que es el equivalente del proyector, pero nuestra manera de ver la realidad se ha modificado por los medios; es un hecho que nos ha transformado y que no se puede desconocer. Yo resuelvo usar esa imagen, la que me da el medio, porque es la imagen de mi época y la que vivimos todos. Recompongo la realidad a través de los medios, la utilizo para reimaginar, no la utilizo textualmente".
Martha Peluffo utilizaba su propio cuerpo hasta el desnudo (Siete dÃas con Martha Peluffo, 1968) pero en actitudes casi pudorosas y en donde la coloratura psicodélica alejaba de la provocación erótica. Pero era demasiado para ese contexto social que Verlichak describe como marcado por los viajes a Montevideo para consumir pelÃculas prohibidas, los cortes de pelo en las comisarÃas y colegas paternos de Martha en el poder.
Verónica Llinás le mostró a su madre el desacuerdo con esas figuras de macromadres en colores furiosos sin recurrir a reclamos morales –todos los niños son burgueses– sino apoyando sin saberlo a cierta crÃtica por el uso de supuestas ventajas extrapictóricas: "En el momento esos desnudos incomodaban a todo el mundo, incluso a mÃ. Pero nunca me explicó nada. Simplemente me incorporó. Recuerdo que cuando yo vi que hacÃa proyecciones –a mà me gustaba dibujar y yo pintaba ahà al lado de ella– le dije: 'Ah, asà cualquiera dibuja'. Me sonrió: '¿Querés pintar?' Me puso la pantalla en blanco, me proyectó una diapositiva, me alcanzó los pinceles, la pintura. Cuando vi todas esas abstracciones de diversas formas, en blanco y negro, entendà que era un delirio lo que ella hacÃa, algo muy difÃcil".
Cuando enfermó parecÃa no reconocer ni el cuerpo-placer de las noches tomadas por libérrimas ni el cuerpo-laboratorio del LSD que recibÃa de un psicólogo para atravesar más las puertas de la percepción de Timothy Leary que las de Aldous Huxley. Tiky GarcÃa Estévez se lo remapeaba con las manos: "La conocà en una de las tantas fiestas que se hicieron en el taller de Lacroze, que se llamó Los sin familia. Asà que supongo que debÃa ser Año Nuevo. Yo hacÃa producción para David Kohn y necesitaba grandes chapas de acrÃlico. Martha me conectó con una pareja que tenÃa un local en la GalerÃa del Este y que las vendÃa. Cuando se enfermó le venÃan unos flashes de que se ponÃa mal si usaba la bata de la madre. Yo hacÃa en esa época ciertas prácticas corporales que dictaba Susana Milderman y uno de cuyos principios era que se debÃan transmitir a otros. Cuando Martha estaba dolorida yo le hacÃa masajes. Y me sorprendió que alguien que conocÃa tan bien la estructura del cuerpo exterior desconociera ciertas partes internas. 'Poné el diafragma hacia arriba', le pedÃa y ella: '¿Qué diafragma?' '¡El músculo de la respiración!' Tampoco estaba muy segura de la forma del corazón. A ella también le sorprendió ese desconocimiento".
En Martha Peluffo. Esta soy yo, Luis Felipe Noé recuerda: "Un psicoanalista que asistÃa enfermos terminales le habÃa sugerido que tomara conciencia de lo que realmente le estaba pasando, que viese en un atlas anatómico las partes enfermas de su organismo. Pero Martha no tenÃa tal atlas. Yo me ofrecà a comprárselo e inmediatamente fui a la librerÃa Sarmiento. Volvà con él y nos despedimos. Fue para siempre".
No permitÃa que se dijera la palabra cáncer. En Caracas le habÃan dado un diagnóstico que ocultaba y sugerido una operación imperiosa que habÃa pospuesto en nombre de una supuesta crÃtica a una polÃtica de salud de corte antiimperialista. Verónica Llinás lo cuenta asÃ: "Ella dijo que la medicina allà era muy americana y que querÃa esperar a estar acá en donde habÃa una más conservadora. Pospuso la operación. Un amigo de ella dice que se murió por distraÃda".
A partir de ese momento Verónica se hizo cargo de su madre.
¿PodÃa tener algo de romántica, cierto mito de una muerte temprana sin vejez ni decadencia?
–Puede que haya habido un enamoramiento de la muerte como un acto supremo de libertad. Eso no se nombraba y a los que venÃan compungidos los sacaba carpiendo.
Quizá Martha Peluffo eligiera para su final las maneras eufemÃsticas de las familias tradicionales o, en la misma lÃnea con que el radical chic parecÃa identificar deseo a deseo sexual, identificara completud anatómica a feminidad en tiempos donde las emancipadas por la pÃldora no parecÃan poner en entredicho las expresiones "la vaciaron" o "le sacaron todo". O quizá querÃa sostener a esa hija que cada dÃa se hacÃa más su madre, proponerle una fábula consoladora.
"Tal vez quisiera protegerme", dice Verónica Llinás, "tal vez simplemente negaba, el respeto radica en mantener esa duda. Siempre estaba en algún mundo. Todo lo que escribÃa tenÃa que ver con esa idea de irse pronto, liberarse, salir por fin. ¿Hacia dónde? Tiene dibujos para mà premonitorios. Y su serie de Diálogos del espacio, 16 dibujos que están en el Museo de Caracas, empieza con ella sentada dentro de una especie de complejo de cajas como si fueran mamushkas y en donde ocupa la del medio. Parece como un nacimiento porque ella gira y sale proyectada al espacio mediante esa suerte de parto para la liberación de algo y eso se repitió muchÃsimo en su trabajo. La obsesionó".
Cecilia Absatz dice que un dÃa Martha apareció en su casa diciendo que estaba contenta porque se habÃa dado cuenta de que la mujer de sus dibujos habÃa descubierto que podÃa salir hacia una caja más grande, pero en el libro de Verlichak su recuerdo es otro: "Martha tiene miedo de que cuando salga de esa última caja el personaje se dé cuenta de que está en un sistema donde hay una caja más grande y asà de seguido de las que no pueda escapar". Y la corrección edificante del recuerdo quizá recupera algo del clima del vernissage de la muestra de Recoleta en donde, al aire de duelo en retorno, se acopla, a través de esas imágenes múltiplos de Martha en las paredes, un efecto de cuerpo presente.
Es cierto que el sistema de mamushkas finge dar una posibilidad infinita de reproducción a una serie limitada de figuras encerradas pero no hay que caer en la alegorÃa y la Martha de los cubos es, más que una representación, un juego entre elementos geométricos y no, colores planos y superficies heterogéneas de color y textura.
A Oscar Balducci le gusta recordarla como "el mejor culo que visitó Lacroze (un taller colectivo que Aldo Pellegrini llamaba el "Bateua Lavoir" porteño). Aun en ese dÃa en que los amigos se detenÃan compungidos ante "esos ojos" que desde algún autorretrato parecÃan seguirlos con la mirada como los de esos cristos populares de resina curva. Pero después evoca el dolor de los últimos dÃas: "Me dijo: 'Quiero brindar con una persona a la que estimo, yo invito'. Me citó en el Lowis y pidió champagne. 'Quiero festejar que no tengo cáncer', dijo. Me quedé mudo. Cuando volvió de Venezuela se las habÃa arreglado para encontrar un médico que le dijo que tenÃa un fibroma o algo asà pero que no era cáncer o ella lo entendió asÃ. Un dÃa la llamé y la mucama me dijo que estaba internada. Lo acompañe a Llinás al Anchorena. La habÃan operado. Ella pensaba que le habÃan sacado un tumor benigno. DÃas antes de que muriera yo me iba a trabajar a Punta del Este. Me dijo: 'No doy más, no lucho más', esas cosas que dicen los que saben que van a morir. Se puso de espaldas. DebÃa estar llorando porque los dos sabÃamos que no nos volverÃamos a ver. Le dije que siguiera con el tratamiento alternativo, que cuando volvÃa la llamaba, esas boludeces que se dicen siempre".
Martha Peluffo murió el 29 de diciembre de 1979.
Por el Centro Cultural Recoleta –siempre ese nombre se vuelve fatÃdico en las retrospectivas de muertos queridos– el último 9 de octubre paseaban los ex buenas piezas de ayer devenidos mosquitas muertas en póstumos silencios amorosos. Daniel, histórico de Bárbaro, del brazo de su esposa, hacÃa la visita guiada de las dos salas, entre esos parroquianos artistas de cuyas farras fue testigo privilegiado.
Cuando Martha murió estaba trabajando la imagen de "una media naranja". Es curioso que asà se designe a cada uno en una pareja de tal para cual, lo mismo que a las partes de las medallitas que éstos se cuelgan del cuello para sellar de ese modo su compromiso: aquello que Martha Peluffo pareció no encontrar o lo que faltó sin que nada faltara puesto que la obra nunca cesó: como muchas artistas de su época parecÃa hacerse pedazos en el amor sin cederle el fuego de sus cuadros, se hacÃa sin saber mientras creÃa deshacerse. Daniel, del Bárbaro, tenÃa los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué mayor gloria que a la exposición póstuma de un artista asista el barman de sus dÃas felices?
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