Aunque adora la excentricidad y los repliegues neuróticos, el cine de Wes Anderson es de una simplicidad rupestre. Sus planos suelen estar plagados de detalles, de capas, de recodos ornamentados y significativos, pero siempre hay un momento en que ese barroquismo arty de coleccionista de juguetes antiguos se rinde y se despoja ante la austeridad elemental, el primitivismo, la indigencia conmovedora de una fórmula a la que no le sobra nada: una, dos, tres caras mirando de frente a la cámara. Ese es el plano Anderson por excelencia: una manera no sólo de mirar sino también de mirarnos, de ponernos en posición de mirados. (Como Hitchcock, Anderson sabe que el espectador es una de las materias primas primordiales del cine.) ¿Cuántos planos asà hay en Viaje a Darjeeling? ¿Cuántas veces vemos a los hermanitos Whitman mirándonos directo a los ojos, a la vez bobos e inquisitivos, achatados, como estampados por esa ley de frontalidad inflexible en la que resucita toda la infancia del cine?
Cada vez que filma a dos personajes hablando, Anderson usa el esquema plano/contraplano: primero muestra a uno, después al otro (mostrarlos juntos en cuadro implicarÃa violar la ley frontal), con la cámara siempre en el lugar del que escucha (de modo que el que habla, habla mirándonos a los ojos). Cuando filma a los tres Whitman en el baño, afeitándose, haciéndose el nudo de la corbata y lavándose los dientes, la cámara está en el lugar del espejo, de modo que los vemos de frente, como a través de una cámara Gesell, sus ojos clavados en los nuestros. Anderson no es de mover mucho la cámara. Sin embargo, cuando se decide, siempre elige desplazarse hacia los costados, en panorámicas brutales o travellings laterales (como cuando filma la acción dentro del Darjeeling Limited, bello medio ambiente sobre rieles que viene a agregarse a ecosistemas andersonianos ya célebres como la Academia Rushmore, el brownstone neoyorquino de la familia Tenembaum o el Belafonte, el barco explorador de La vida acuática), como si quisiera preservar al mismo tiempo la distancia y el carácter unidimensional de lo que filma. El tabú, para Anderson, es siempre el mismo: moverse hacia adelante, acercarse al cuerpo o al objeto en cuadro, irrumpir en la escena. (Excepcionales, los dos o tres zooms que hay en Viaje a Darjeeling son más bien citas, préstamos de una tradición beatle, a la Richard Lester, que también nos guiña un ojo desde el bigote y la combinación traje + pies descalzos, tan Abbey Road, que luce Jason Schwartzman.) Esa polÃtica de la no intervención, que el cine mudo, por ejemplo, ejecutaba para demostrar que era cine (inmóvil, la cámara ponÃa en evidencia lo que sólo ella podÃa registrar –que el mundo se movÃa– y se distinguÃa asà de la fotografÃa), Anderson la suscribe a menudo con un sentido inverso: muestra de frente cosas que no se mueven, caras que se limitan a mirar, cuerpos que esperan.
Anderson es el cineasta del capricho, el desplante, el rapto idiosincrásico, pero en rigor es uno de los artistas más axiomáticos que ofrece hoy el cine americano. Sus pelÃculas no toleran otra lógica de puesta en escena que la que las rige. La madre de los Whitman deja todo, deserta del funeral del padre y huye al Himalaya a hacerse monja de clausura, pero el pulso con que Anderson la filma tiene la severidad y hasta la rigidez de una decisión que parece forzada por un lenguaje todavÃa un poco rudimentario. Es la apuesta más original de un cineasta a menudo considerado original por las razones más equivocadas: empobrecer el cine, devolverle una cierta rusticidad, para enmarcar mejor y hacer brillar con nitidez, como arabescos de una escritura nueva, los gestos, los comportamientos y las acciones de una cultura del particularismo neurasténico.
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