Cuando éramos chicos –cuando alguien era chico– hubo algo llamado civilización. No era apenas hablar latÃn, tomar el té o esperar el turno sin colarse. Era, en realidad, algo que se habÃa perdido a partir de agosto de 1939, a manos del tal Adolfo. Resulta que en la Primera Guerra Mundial, que estrenó eso de tener millones de muertos, el 90 por ciento de las bajas andaban de uniforme y uno en diez era civil. Para 1945 la proporción se habÃa invertido a fuerza de masacres planificadas, revanchas masivas y bombardeos. Era la guerra total, las naciones movilizadas verticalmente, sin cuartel y sin nadie protegido.
Africa le agregó últimamente otra página a las barbaridades que siguieron a la guerra de Hitler. El nivel de caos de la franja ecuatorial del continente es difÃcil de explicar. Africa es donde se mató a medio millón de personas a machetazos en un Holocausto de cuatro meses. Es donde se reinventó la violación como estrategia de guerra. Y es donde se descubrió que los chicos son estupendos soldados, entre más chicos mejor.
Ishmael Beah es un caso rarÃsimo de un pibito que fue rescatado y luego educado, como para que pueda contar su historia. Su libro, Un largo camino, memorias de un niño soldado, cuenta la entropÃa animal de Sierra Leona y explica por qué un chico de trece años, como era él, es un militar ideal para este tipo de guerra, uno del que cabe lamentarse solamente que no tuviera diez años. Es que los chicos todavÃa no son morales y consideran normales las cosas más inverosÃmiles, como decÃa George Orwell. Para Ishmael, cortarle la garganta a sus prisioneros era una tarea alegre porque le valÃa el postre de un buen porro y porque alegraba a su teniente, un hombre joven que conocÃa a Shakespeare y era su único adulto cariñoso. El Pentágono matarÃa por tener tropas asÃ.
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