Conocà a Tomás Eloy MartÃnez en Cartagena, Colombia, durante el Congreso de la Lengua del 2007. Yo llevaba un año sin parar de hacer viajes promocionales por el Premio Alfaguara. Estaba agotado, con los nervios de punta, bebÃa todo el dÃa y tenÃa la sensación de estar convirtiéndome en una caricatura de mà mismo, pero me sentÃa orgulloso, como un trabajador eficiente en el cuadro de honor de la empresa. Tomás Eloy me dijo:
–Cuando yo gané el premio, le dije a la editorial que sólo visitarÃa cuatro paÃses, los cuatro que ellos dijesen, pero ni uno más.
Yo no podÃa creerlo:
–¿Pero no le importa la promoción? ¿Vender libros? ¿Que su editor lo quiera más?
–Tendrán que quererme como soy –respondió simplemente.
Me impactó notar hasta qué punto su compromiso era con el contenido de los libros. Lo que ocurriese en el exterior de ellos le daba igual. Precisamente él, que alimentaba sus historias de la realidad exterior, que devoraba, reorganizaba y deformaba el mundo para crear sus ficciones, despreciaba lo que el mundo hiciese luego con ellas. Y asà creó novelas en las que la historia argentina aparece pulida y brillante, no menos terrorÃfica de lo que fue, pero mucho mejor escrita de lo que suele ser la realidad, porque está filtrada por una mirada sin concesiones.
Como escritor, yo aprendà de Tomás Eloy MartÃnez que el lÃmite entre verdad y ficción es siempre difuso y poroso, y desde nuestro breve encuentro, todos mis libros han tratado de ilustrar esa lección. Pero me habrÃa gustado decÃrselo alguna vez en persona. Lamento que ya no podré hacerlo.
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