Y es asà nomás: yo, que he dibujado tanto al Gordo, en vida, y mucho más después de enero del ‘97, tengo que confesar que es un retrato siempre difÃcil de acometer. Desde la primera vez que lo hice, para una tapa de Radar, todo con pedazos de fotocopias de colores donde compuse su carita angelical, como un collage, vos movÃas medio milÃmetro y el parecido se te escapaba. Era, es, un trabajo de microcirugÃa, que Soriano te salga creÃble, que aparezca su alma, la chispa de su mirada. Eso. Ahà está el despelote. Su mirada, ahà está el Todo. Ojitos chiquitos, capturados en las sombras de su fosa ocular. Un gesto huidizo. Entre cansino, vivaz y enfermizo. ¿Y sin barba? La suya ya era una cara difÃcil, sin barba. Era otro, otrÃsimo Osvaldo. Hay que mirar aquellas fotos, de los primeros ‘70. Menos mal que se dejó la barba. Algo de qué agarrarse, la barba del casi lampiño. Y la calva. Pero vuelvo a decir que Soriano está, como en casi todos los retratos creÃbles, en su mirada. Apacible, pÃcara, trasnochada, inteligente. Y dos cosas más que le cabÃan muy bien en la composición: el habano y el gato. Y una más: la chuequera. Lo chueco ayuda a lo gordo, el soportar los kilos. Pero no era tan gordo el Gordo. Y para dibujarlo en el trámite capilar hay que saberlo rubio en su juventud. Esa cosa rara que tienen los rubios cuando encanecen, que se les oscurece el pelo como si nunca hubiera sido de oro, para que aparezcan en todo su esplendor el blanco y los grises. Qué difÃcil, después de los ojitos, es dibujar los pelos a Osvaldo, la melenita, la barba de intelectual que pasó por Francia. No hay Soriano sin la presencia fÃsica de Soriano. Te arrasaba con su parsimonia, su rapidez, la suavidad de las palabras que nacÃan de su sonrisa, las vocales que le venÃan directas de su paladar, como un bebé que habla. Y qué ameno el Gordo cuando hablaba. Se formaba una ronda en cualquier redacción. Ameno como sus libros. No quiero hablar de sus textos, que extraño tanto, tanto, los largos, los cortos y los medios. Otros estarán hablando de eso. También otros estarán hablando de su persona, de su reguero de anécdotas. De los tres lustros sin el amigo que extrañamos. Del cuervo inolvidable. Del fabulador magnético. Sólo les puedo aportar lo difÃcil que es dibujarlo, yo, que estoy condenado para siempre a darle vida en mis dibujitos, para olvidar por ese solo ratito que Osvaldo está muerto.
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