"¿Quién ha perdido más?", me preguntó con una sonrisa digna de un cuento de William Saroyan. Tal vez se acuerden del tÃtulo, a lo mejor con más exactitud que yo. "Como un cuchillo, como una flor, como ninguna otra cosa en el mundo". Pues bien, su sonrisa era asÃ, como ninguna otra sonrisa en el mundo. No sé por qué me lo preguntó a mÃ, pero supongo que eso tenÃa una lógica. Aunque no nos veÃamos casi nunca, sabÃamos que en los últimos años se habÃa muerto tanta gente que querÃamos que simplemente estábamos esperando el turno que correspondiera. La tristeza de esa sonrisa querÃa decir muchas cosas que no decÃa, pero sabiendo que yo sabÃa de qué se trataba. Y cuando a cierta edad se pierde algo se pierde para siempre. Nada es recuperable y la memoria suele traicionarnos. ¿Un milagro secreto? Como el de Borges. No, creo que no, que no estábamos para eso. Estábamos en la cama y yo le habÃa llevado de regalo un libro que quiero mucho. "Cómo andas con Drieu la Rochelle bajo el brazo serÃa uno de él", me dice el amigo a quien le cuento las cosas. Si era de él, sobre todo por ciertos diálogos en los que me reconozco. Alain se encuentra internado, el médico le pide que tenga paciencia: "No soy paciente, a pesar de no haber hecho otra cosa que esperar toda mi vida". Otra vez el mismo médico le dice: "¿Siente todavÃa aquellas angustias?" y Alain: "No siento angustias. Vivo en una angustia permanente". En otro pasaje, pero con un personaje diferente: "Brancion sonreÃa. Enseñaba la dentadura postiza con ostentación; a las mujeres no les daba asco". Y sobre todo aquello de "lÇesprit de l éscalier", que significa esas reacciones que se producen demasiado tarde, cuando ya se ha perdido la oportunidad. Ese es el espÃritu de los solitarios. Y nadie podÃa dar vuelta a la manivela y volver a una escena anterior. El no tendrÃa que haber permitido que ella hablara y preguntara lo que preguntó. Ella volvÃa a insistir con sus preguntas. Iba y venÃa por caminos conocidos y desconocidos. Era como si no me diera cuenta con quién estaba hablando. Era como un pájaro que se golpeaba donde fuera sin amortiguación alguna. Pero nada se quebraba en ella. Solamente seguÃa sonriendo y diciendo que no era tan frágil como parecÃa. Por suerte no estaban en un hotel. PodÃan mirar por la ventana y caminar hasta la cocina para hacer un café o un té, o simplemente tomar un vaso de agua helada. Me sentÃa mejor tomando un vaso de agua helada. Pero cuando ella volvió lo hizo con dos vasos llenos de whisky y de hielo. Volvió a salir y regresó con la botella. Yo sabÃa que la historia, sin saber cuál serÃa la historia, comenzaba en ese momento. Pero no era yo en realidad. Yo era como un cronista invisible demasiado involucrado. A determinada hora ella volverÃa a lo que llamaba su trabajo. Él (esta era su última despedida) se matarÃa durante esa madrugada. Pero ninguno de los dos habló de eso. Todo se habÃa vuelto confuso. Todo terminarÃa dentro de poco. Pero el problema consistÃa en que los personajes, si se puede hablar de personajes, se habÃan entremezclado, allÃ, en esa casa, y en las cosas que pasaban en la memoria. HabÃan llegado a un estado de indeterminación tal que no sabÃan qué hacer, parecÃan no saber qué habÃan hecho, hasta en algunos momentos olvidaban sus nombres. Las notas del cronista se habÃan transformado en parte de lo que podrÃamos llamar realidad. En ciertos minutos, o mas que minutos, eran cuatro las personas que se veÃan envueltas en un vértigo sobre la cama que crujÃa. ¿El cronista era una quinta persona en la habitación? No podÃa saberlo hasta que se sintió ajeno a lo que pasaba. Se lavó la cara con agua bien frÃa, tomó unas aspirinas, trató de tomar café. No podÃa dejar de mirar lo que ocurrÃa en el dormitorio, pero trataba de recordarlo para describirlo. ¿Lo describirÃa? Decididamente no. Se sentó en un sillón esperando vaya a saber qué. He estado siempre esperando detrás de una puerta que sabÃa no se abrirÃa nunca para él. PodÃa ser Kafka o podÃa ser Philip Marlowe. No le interesaba demasiado la literatura, no en esos momentos. Esta vez tampoco la puerta se abrió (en realidad no estaba cerrada del todo). Pero escuchó con claridad, con terrible nitidez, cuatro disparos. Esperó lo suficiente para comprender que si alguien quedaba con vida, no le quedaba mucho tiempo para morir. Salió y se fue a su pequeño departamento. Puso un disco de Coltrane, unos blues para ser estúpidamente exacto. Escribió automáticamente lo que fue saliendo de su cabeza, como si alguien se lo dictara. Apenas habÃa amanecido. Puso todo en un sobre. Escribió el nombre del amigo que le publicaba las notas y salió para el diario. Puso el sobre en el buzón, cosa que nunca habÃa hecho. Después empezó a caminar. Después comencé a caminar, pero no sabÃa hacia dónde. ¿Me importaba? No, de ninguna manera. Lo único que comprendÃa perfectamente bien era que no tendrÃa regreso alguno.
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