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Llego al café y trato de sentar mi melancolÃa en la silla de siempre: desde allà el nivel de desarraigo desciende a lÃmites tolerables. Pero no tengo suerte: mi silla estß ocupada por un tipo que hace lo mismo que yo: sienta su melancolÃa, descansa un poco de sà mismo, mira a su alrededor sin ver realmente nada, mira hacia afuera, (quizßs aguarda que llegue alguien), pide un cortado y espera. Lo mismo que yo. Es un tanto patético encontrar un desconocido que se nos parece mßs de lo que se puede soportar. El ansia por la originalidad no se satisface nunca.
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Morirse debe de ser demasiado fßcil. No parece necesario tener experiencia previa para este menester.
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┌ltimamente he puesto atención en la escasa frecuencia con que utilizo la palabra " siempre". Me pregunté el porqué de esta casi omisión, y llegué a la conclusión de que deberÃa borrarla por completo de mi vocabulario. Tiene algo de falso y de inquietante. Si la empleo, sé que le estoy mintiendo al otro, y también a mÃ.
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Mi madre no ha muerto. Simplemente, llegó un momento, cincuenta años atrás, en el que decidió olvidarse de todos nosotros.
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Mañana de sábado en el café. Allà estamos algunos de nosotros, como cada mañana, con las miradas y los gestos expectantes, como si intuyéramos que el sábado, dÃa especial, fuera portador de algo maravilloso que nos harÃa repentinamente felices. Parece mentira: a nuestra edad, todavÃa tenemos ciertas esperanzas, como si no supiéramos que ya somos todo lo que serÃamos, y ya no seremos todo lo que podrÃamos haber sido, mientras el resto (queda un mÃnimo resto), no es más que un fragmento de tiempo vacÃo. Intercambiamos bromas, retruécanos, ocurrencias más o menos ingeniosas, tratando, por supuesto, de quedarnos con la última palabra. No más que eso: quedarnos con la última tonterÃa. Después de las doce, nos despedimos, casi de a uno, hasta el lunes. Llevamos una mÃnima carga de bienestar si hemos reÃdo, o una buena dosis de malestar si no lo hemos hecho. Nos saludamos, un tanto envarados por el peso de ese instante (el de las despedidas), y regresamos a nuestras pequeñas vidas, a encontrarnos con alguien que nos espera, o con nadie si nadie nos espera.
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Los viejos repetimos varias veces lo que decimos, y al mismo interlocutor. No siempre es por fallas en la memoria, que comienzan, es cierto, a ser inevitables. Es porque sabemos que apenas comenzamos a hablar, el interlocutor mira hacia todos lados como buscando algo, y no presta la menor atención a lo que, se supone, estaba escuchando. Algunos, bastante lúcidos todavÃa, hacemos la primera repetición cambiando todo el tema, (lo que no serÃa repetición) y ni asà logramos un poco de atención. Los viejos sabemos que estamos sobrando, que somos personas descartables, y por eso debemos esforzarnos mucho para asegurarnos de que, finalmente, hemos logrado ser oÃdos, y, lo que serÃa mucho mejor, comprendidos. Y no sé porqué todo este bloque me resulta vagamente conocido, pero prefiero no averiguarlo.
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Está bien que decidas cortar lazos con todo tu pasado. Pero, ¿cómo harás para fabricarte un pasado nuevo y a la medida de tus deseos?
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Llega un dÃa en el que uno comprende que el mundo se retira, y la comprobación simultánea de que, hasta ese instante, te habÃas creÃdo inmortal. Ojalá ese descubrimiento sea lo más tardÃo posible. Es dulce y tranquilizador vivir la mayor parte de la vida felizmente engañado a ese respecto.
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¿Te diste cuenta? La primera y la última edad se parecen mucho. ¿No es esto terrible?
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Justo cuando descubro que la escritura en forma de fragmentos independientes no es invento mÃo, quiero abandonarla. Pero me resulta difÃcil hacerlo. Una página escrita en bloques y con abruptos cambios de argumentos (aunque haya escrito algunas de un solo tirón) sigue gustándome. Creo que hay cierto dinamismo que sorprende, aunque el primer sorprendido (quizás el único) sea yo mismo.
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El cuerpo es la distancia entre la vida y la muerte y sólo eso: una corta distancia.
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El tipo pensaba: debo estar bien para poder escribir, pero después pensaba: debo escribir para poder estar bien. ¿Qué diablos es eso? ¿Una paradoja, un sofisma, una aporÃa?
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Siesta de un domingo silencioso. Los recuerdos (no los buenos), empujan desde adentro, como siempre. Trato de devolverlos al fondo de la memoria, sin conseguirlo, como siempre. (Aquà van dos "siempres", palabra que casi juré desecharÃa algunos textos más arriba, lo que me convierte en un mentiroso para siempre). (Perdón, uno más.) Enciendo la televisión, y justo comienza "La strada". No es lo que hubiera esperado hoy. Sin embargo, no puedo despegar mis ojos de la pantalla. Sé cómo terminará esa obra maestra. También sé cómo terminaré yo, cuando termine la pelÃcula, cuando la tarde se oscurezca completamente. La deliciosa Gelsomina me parte el corazón sin piedad cuantas veces la veo, y sin darse cuenta, Gelsomina, de que ya estaba partido en incontables pedazos, pÃvotes en cada una de las encrucijadas de mi historia.
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Hubo una época de mi pasado en la que, entusiasta y voluntarioso, hacÃa proyectos ambiciosos, a largo plazo. En el presente, he visto caerse uno tras otro. Ahora, elaboro concienzudos proyectos para sólo un dÃa. También se caen, uno tras otro.
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Rodolfo está agradecido por la cortés simpatÃa con que nos atienden todas las mozas del "Nurias", y especialmente, Roxana. Tal vez su timidez (la de Rodolfo) le impida formularlo personalmente, por lo que me sugirió que la nombrara en alguno de mis textos. Como yo estoy totalmente de acuerdo con Rodolfo (sólo en este asunto) cumplo en dedicar a Roxana (y su enorme sonrisa) y a su compañera Cinthia (y el celeste cielo de sus ojos) y a todas las demás, esta página entera.
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