Entonces, el inmenso dragón levantó la cabeza y,
con un solo movimiento, como si estuviera bailando,
dibujó con su aliento un cÃrculo de fuego alrededor de Budgeron,
un infranqueable muro de llamas nacidas del amor.
Richard Bach
Sobre la cama, como esos restos de turrón y pan dulce que quedan en los platos en la mañana posterior a la navidad, quedaban las huellas de una noche desolada y picante. La fiebre habÃa sacudido la cabeza de Dreuty, que ya no encontraba consuelo en el té con limón ni en los antifebriles. Es un proceso, le habÃa dicho por teléfono la semana pasada MarÃa Solange Bach. Amiga y consejera, compañera desde jardÃn maternal y novia de quinto a sexto, con una breve reincidencia en tercer año de la secundaria. MarÃa Solange era alta como el muro que dividÃa su casa de la del Panza. MarÃa Solange era blanca como un terroncito de azúcar, como aquellos que de niños bebieron juntos en un té, en un viaje a Buenos Aires, en el que robaron una tienda de sahumerios.
A temprana edad, su padre, profesor de gimnasia, habÃa colocado en la entrada del garage un aro para que la niña practicara el complejo arte de embocarla. Allà se pasaba horas la Bach escuchando la música que disparaba el golpeteo animal de la pelota contra la pared de ladrillos huecos. Saltá le decÃa Ricardo Bach, su padre, asà saltando vas a ser más alta todavÃa y nadie va a poder taparte un triple Mary. Le hablaba en inglés porque pensaba que eso le daba categorÃa, además, esa forma de comunicarse se le pegaba de sus alumnas de tenis del Rowing club, que decÃan sorry, one ball, cuando la pelotita se les iba a la cancha de al lado, bye Richard, le decÃan esas mujeres. MarÃa Solange Bach obviamente que se habÃa leÃdo todo Richard Bach, porque apenas alguien anotaba su apellido en un cÃrculo intelectual, ya sea en los talleres literarios de la vecinal del barrio o en las clases de aromaterapia que hiciera luego, caÃa, como un puñal sobre el dedo gordo, la pregunta: ¿LeÃste el de la gaviota no?, obvio, respondÃa ella hastiada.
Lo cierto es que MarÃa Solange le daba a la pelota hasta los domingos a la mañana, Dreuty la observaba desde la ventana de la habitación, ya que a partir de las nueve no podÃa dormir más por causa del ruido. Ella no era sumamente atractiva, sumaba un par de puntos con la altura y con el estado atlético, piernas potentes y bien estructuradas como los pilotes de un puente. Uno sabÃa que el cuerpo de Mary nunca caerÃa en picada, tenÃa un andar delicado, hacÃa ver a su cuerpo liviano, un andar de bailarina de clásico, cabello desordenado y muy poco busto. En realidad MarÃa Solange no tenÃa nada, ni indicios siquiera. De todas formas a Dreuty esto no lo desanimaba para compartir tardes enteras juntos, en las que iban a cazar con la gomera atrás de la Cerámica, a un bosquecito muy particular e Ãntimo, que los alejaba del mundanal ruido. Allà el Panza podÃa mostrar su destreza en la ciencia exacta de estirar la goma y encestar el golpe, era un artillero de una capacidad sobrenatural. PodÃa darle a una torcasita distraÃda a cincuenta metros. En el momento del disparo su cuerpo era poseÃdo y pensaba sólo en la vez que sacó un 10 en actividades prácticas, confeccionando un cenicero para vender en la fiesta de fin de año.
Fue una de esas tardes en las que Dreuty no pudo resistir el embate de su propio volcán hormonal interior y erupcionó arrancándole los labios a la Bach. Yo pensé que éramos amigos, indicó ella de inmediato después de tremendo sacudón de libido, sÃ, pero que importa, mejor, respondió el con cara de gorrión despeinado. Ambos comenzaban a cursar quinto grado. Esa mañana en la que todavÃa podÃan respirarse los resabios del verano, Dreuty la habÃa mirado distinto en la clase de Miss Eliana, la profe de inglés. MarÃa Solange dejaba ver, apenas por debajo del guardapolvos, unos muslos dorados por el sol que se tranformaron en un bocado en los ojos del Panza, que no paró, en toda la mañana del 3 de abril, de pensar cuándo le hincarÃa el diente a semejante plato principal.
Dreuty la besó en el bosquecito de atrás de la Cerámica y ella estupefacta, sintió el sacudón y muchas ideas le poblaron como nubarrones sus campos de inocencia. Nunca antes habÃa besado a nadie, era una niña, qué pensarÃa su padre, se lo contarÃa o no. A partir de allà las dudas se fueron disipando con el correr de los dÃas en los que fueron explorando y perfeccionando los infinitos vericuetos de un beso. Dreuty la observaba lanzar la pelota contra el aro, la miraba caminar o sonreÃr. Durante todo quinto grado no hubo actividad más placentera que amar a MarÃa Solange, hasta el dÃa en que Ricardo Bach tiró cuatro hiladas más de ladrillos para separar por completo a los dos niños incrédulos y le prohibió a su hija volver de la escuela con el Panza. Todo porque la niña ya no encestaba en el Club Teléfono. La figura central del equipo, la de piernas como leones en celo no la metÃa con nada. Tiene la cabeza en otro lado, por ese pendejito, vociferaba Bach a los otros padres.
Ahora Dreuty, embebido otra vez en un cÃrculo de fuego por la fiebre, recuerda el dÃa que luchó hasta desangrarse las manos contra ese muro impenetrable, ese frontón de odio, que le impedÃa ver a su amada del otro lado. Ese muro que se habÃa constituido en lÃmite, cárcel y frontera, fue derribado con un martillito de quince centÃmetros, una mañana sin clases y sin presencia paterna de ninguno de los dos lados. MarÃa Solange Bach era ahora su amiga y por teléfono le habÃa dicho que a la gripe hay que darle tiempo. HabÃa interrumpido su entrenamiento de salto con garrocha para llamar a su amigo, ese que le habÃa enseñado que más importante que meter la pelotita en el agujerito, era romper los muros, las lÃneas, cruzar la frontera, el lÃmite.
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