A Andrea, Julia, Paula y LucÃa
A una casa de casa tengo una vecina. A esa vecina se le murió el perro, Toulouse, asà se llamaba. Era una mezcla de manto negro con oveja patagónica más una jirafa, una tasa de chocolate bien cargado y unas espigas de maÃz cada tanto; grandote, gritón, perdÃa pelo en congregaciones que llegaban hasta el patio de mi casa. Aprendà a vivir con el perro redondo asà como con mi vecina y sus tres hijas.
HabÃa llegado a la casa hacÃa más o menos diez años, las nenas pequeñas jugaban con su cola de pavo real presumido y él les hacÃa vigilancia de seguridad cobrando solamente honorarios en amor de perro (que, al decir de Freud, es el amor puro, pues carece de odio).
Toulouse creció con ellas y conmigo, cada gato en el tejado, cada tormenta, cada navidad se lo sintió suspendido en el ruido de la urbe. Me emancipó de viejos dolores por pérdidas propias que incluÃan animales charolados, perros que alguna vez tuve, pardos, de mala oreja, caniches de cara comenzada, un boxer de pies definitivos. Con él todos supimos del parentesco con el reino animal, el olor soportado a raÃz de un afecto y la conmoción de un ladrido anunciando peligro con diversos mecanismos para la guardia.
Las hijas de mi vecina lo tuvieron como un hermano varón, el perro se comportó (en un punto) como tal, defendiéndolas quién sabe de qué fantasmas en las noches ordinarias de ese territorio loco que es la infancia, años de la creencia y las religiones del jugar.
Toulouse fue además de todo eso un animal.
Estaba incluso entre otros perros del barrio que también gritaban por vivir, pero él lo hacÃa afinado en cuerda de bajo, a modo de dato personal.
Lo paseaban en la placita del triángulo, la de los españoles, ahà donde Güemes empieza su naturaleza de caudillo en la memoria de todos; lo llevaron a correr durante años al borde del rÃo, lloviera, tronara, o se acalorara su pelaje negro y té. Lo quisieron. Lo necesitaron. Lo precisaron.
Pero los perros no viven tanto como un ser humano, mucho más que un mosquito, aunque ahà lo pretendÃan de edad infinita. PodrÃa pensarse también que viven lo justo.
Este año el verano abanicaba al mes de enero, comenzó a deteriorarse, bajó de peso, el ladrar devino un ruido complicado. Sus dueñas lo sacaban ("¿Quién saca a Toulouse?") y la correa no ofrecÃa resistencia, se puso flaco como un palo de escoba, comenzó a caminar en zigzag de gusano, se apagó el clarÃn mañanero de su voz de hombre y poco a poco se fue muriendo sin santoral y yendo con su figura de caballo manso.
Hace unos dÃas llegaba a casa y mi vecina estaba en la puerta llorando en misa personal. Lo imaginé. Salió de pronto un veterinario un poco gordo con Toulouse envuelto en una frazada. Fue hasta una camioneta chorreando perro unos diez metros y lo vimos irse horizontal hacia un entierro que es el motivo de este escrito.
Mi vecina me contó (mientras el Paraná crecÃa con sus lágrimas) que apenas murió Toulouse llamó al Instituto de sanidad animal, ese que depende del gobierno, para pedir ayuda sobre adónde llevar los restos y que una señorita (elevando disparates al cuadrado) le dijo que ellos no sabÃan del asunto, no se ocupaban, y que en todo caso lo metiera en una bolsa y lo depositara en el container azul más cercano.
Las dos llorábamos mientras el perro dejaba de arder con el veterinario pero yo lloraba por lo óseo de esta telefonista, por el teléfono, la violencia incierta de la respuesta, la falta de tino del humano, la masacre chiquita, la carencia de un lugar para enterrar miembros de la familia como éste. Y lloraba también porque no se le puede contestar asà a alguien que está en llamas, tampoco se puede desconocer el tráfico de sensibilidades en juego.
Porque al container no se puede arrojar cualquier cosa para que después se aplaste el recuerdo a las diez de la noche mientras se bambolea el cubo.
Porque al decirle asà homologaron a Toulouse con los residuos, el perro de tranco frágil con un paquete abollado de masitas.
Y Toulouse era él mismo un container para reembolsar mucha alegrÃa.
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