El Chango Gazznick jugaba en las alturas, las de su metro ochenta y sus catorce años; lo empleábamos para los partidos difÃciles y se dejaba llevar, coronado de gloria, homenajeado con una gaseosa y el regalo de una camiseta que le quedaba inexorablemente a la altura del ombligo. Se conformaba con poco. Le sobraba dinero, coraje y bonhomÃa. Aceptaba todo para no desairarnos, creo. Y sonreÃa, siempre sonreÃa. Nos protegÃa. Dejaba hacer. Era de una familia de gentiles, de puertas abiertas, con hermanos formidables y hembras esplendorosas en su pubertad, de culitos aéreos bajo las polleritas tableadas escocesas de la escuela. Todas mayores que nosotros. Allá en la superioridad de las alturas. Una familia constituida con frontón de lajas, casa de dos plantas, auto coludo en la puerta. El papá dentista y la mamá bioquÃmica. Familia de alta clase que desentonaba con nosotros, los del llano del obreraje. Lo habÃamos conocido en un carnaval cuando disfrazado de extraterrestre nos acorraló en una bocacalle: sus hermanos salieron de las tapias con embudos de colores en la cabeza y nos cagaron a bombitas de agua. Luego se rieron hasta más no poder y nos pidieron disculpas, gesto desconocido para nosotros. Luego del refrigerio nos hicimos como hermanos. La cordialidad en nuestra conversación de gladiadores desconfiados casi no existÃa. Pero aquella tarde fuimos amables, felices y plenos. El padre nos sirvió naranjada y la mamá torta. Eran bondadosos en aquella casa. Y el Flaco Gazznick, un poco más grande que nosotros y patadura, nos hacÃa el favor de pararse en el área contraria y allà esperar la carambola de algún centro que le dispensaran para salir a festejar como si el cuadro fuese suyo y el campeonato del mundo estuviese allÃ, esperando al filo. El papá venÃa a buscarlo y por ende a los que entráramos en su Kaiser Carabella gris tiburón que le hacÃa juego con su boquilla plateada y el molar como un escudo refulgente. Nos dejaba en las casas o se empeñaba en que tomemos chocolatada frÃa, allà -en los fondos- según decÃa él, pero era un jardinazo, con almenas, fuente, innumerables ventanas, plantas exóticas y dos mucamas. Pero habÃa eso que los chicos descubren en el aire rápidamente y se llama potencia del vivir, alegrÃa de saltar o festejar por cualquier tonterÃa. Eramos brillantes, imaginativos, elocuentes e inspirados a pesar de sentirnos un poco cohibidos, allà en la galerÃa con adornos y helechos gigantes. Una negra de busto enorme en bronce nos mostraba sus prodigios; más allá una Venus delicada dejada entrever un pubis alado entre los nenúfares de yeso. En el aire habÃa olor a jazmines. Fue el gordo Azuli el de la tonterÃa. Sin que nadie lo viera se deslizó por algún hueco y se robó aquello, esa prenda que ostentó flameando en un palo al salir y dejarla entrever cuando ya estábamos de regreso, lejos de la familia Gazznick: una bombacha rosada, con bordecitos espumosos que se llevaba a los labios y debÃa pertenecer a alguna de las hermanas del Chango. Lo espantamos, se la quitamos y le dijimos que era un pelotudito sin clase, un negro tarambana pata sucia. Eh, ¿Que pasa?, gimió buscando ayuda pero nadie le apoyó la broma. Andá a devolverla, se plantó López. ¡Y ahora!, terminó torciéndole la muñeca detrás donde los huesitos parecen quebrarse. Estaba rojo y le sacudÃa el brazo. Nadie intervino. Hubo un crujido. El coche frenó. Era el Kaiser y su dueño impidió la quebradura de un empellón. ParecÃa un lord amortiguando las batallas de sus criados. Nadie explicó, la prenda la sostuve hecha un bollo en mi mano, escondida para que no se enterara. No hay que pelear entre amigos, alargó el dentista a modo de sermón.
Por la noche, mientras la luna filosa largaba algo de claridad en mi pieza la hice oscilar entre mis dedos. OlÃa a jabón caro y vainillina. A prodigio, milagro, dinero, romance y melancolÃa: nunca tendrÃamos a su dueña dentro de ella, nunca ninguna dama que vistiera aquello osarÃa mirarnos siquiera, nunca olerÃamos en la cama matrimonial aquel aroma. Nunca triunfarÃamos en suma, ni accederÃamos a los castillos que en las ventanas cuadriculadas custodiaban princesas vÃrgenes. Todo estaba lejos, en las mismas alturas como la testa del Chango que nos hizo ganar el último desafÃo, aún cuando nos ladrara, sonriente como siempre. Dice mi hermanita que los vio, que no pisen más la casa, que son unos choritos de mierda, ¿saben? Y que si lo hacen les dice todo a mis viejos o yo voy y los cago bien a trompadas, pero no me den bola, guiñó un ojo desde su montaña y nos zurró la cabeza yéndose. Yo la habÃa llevado envuelta en un papel strassa para devolvérsela, pero ni me animé. Terminé arrojándola en una huerta.
HabÃamos perdido el reino y al Flaco Gazznick que ya no vino ni a cabecear ni nos atendÃa cuando a través de la verja, como presos del otro mundo, le gritábamos si por favor querÃa cabecear para nosotros.
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