A "Balazo" Renzi
En aquel tiempo era un muchacho delgado, tÃmido y desgarbado que pretendÃa -sin éxito- pasar desapercibido. En las reuniones estaba siempre en silencio, como si fuera mudo, pero apenas abrÃa la boca para insertar una broma a guisa de bocadillo, ésta se convertÃa en un misil que daba en el blanco, porque aún la más inocente de sus intervenciones adquirÃa un carácter de crÃtica que la hacia aguda, frente a las conversaciones romas e insulsas del resto.
En el curso de una reunión danzante -como eufemÃsticamente se nombraba a los bailes- podÃa pasar invisible, ya que se negaba a bailar, sistemáticamente, aduciendo que no sabÃa. Pero quienes lo conocÃan bien aseguraban que tomaba esta actitud para estudiar las reacciones que los demás ofrecÃan a la sociedad cuando se soltaban al ritmo más que relajado de la música de moda. En su mesa del bar del club, donde lo más chicos nos arrimábamos tan sólo para festejar sus chuscadas, sus ironÃas filosas dichas con esa cara simple de chacarero (que era lo que habÃa sido hasta hacia muy poco) es decir una cara como de asombro, pero de un asombro que ya era un rictus de costumbre en él, nunca estaba sólo.
Cuando tenÃa público (en especial un público entusiasta, que era casi como su cohorte personal) se ponÃa más fino y más lúcido, allà desgranaba sus humoradas ácidas para que esa media docena de adolescentes incondicionales le festejáramos todo, hasta los gestos cómicos que armaba casi sin mover las cejas, frunciéndolas en una levedad que sólo nosotros éramos capaces de interpretar y que dejaba más al descubierto al blanco de ese dÃa, quien serÃa algún atribulado y arrepentido que lo habrÃa querido contradecir o -lo que es peor- tomándole un poco el pelo, intentar revertir ese papel de tonto que hacÃa desde mucho tiempo, horas a veces, sometido a la inplacabilidad de su saña.
Y cuando entraba a la cancha, con las medias caÃdas, la camiseta afuera, el pantalón descolorido y su caminar cansino, con la impresión que un pie no podÃa moverse si el otro no lo autorizaba, todos sonreÃamos felices.
El solamente corrÃa en los clásicos -me asegura Osvaldo Gago- pero no estoy seguro que él, Juan, alguna vez corriera, que se dignara tomar velocidad con ese cuerpo bastante flaco, por otra parte, donde los huesos parecÃan navegar en un pequeño arroyo de aguas revueltas, como tratando de reacomodarse entre esas piedras gastadas por la corriente de todos sus años. Hasta que no tocara una pelota podrÃa parecer que su puesto estaba cubierto allà por una convención, ya que el equipo se debe completar de cualquier modo. Pero cuando la tenÃa dominada, muerta y enamorada sobre su empeine, el mundo cambiaba de forma, todas las estrellas se cambiaban de lugar y los rÃos detenÃan su curso.
Era como una sinfonÃa que no habÃa sido escrita, pero ante sus desplantes hecho a los adversarios sonaba como una orquesta cuya partitura leÃa sin cesar en el aire.
A partir de allÃ, se jugaba el partido donde él estaba, lo demás (es decir todo el equipo adversario) dejaba de tener sentido aunque luego el partido se perdiera por alguna contingencia. Ese dÃa los astros habÃan brillado ante su sola constelación y su única batuta. Con el tiempo su fama se fue extendiendo y podÃa jugar en los cinco puestos de la delantera de entonces, pero mi memoria lo planta en su número ocho en la espalda, haciendo de nexo, jugando un poco retrasado, no porque se lo imponÃa la responsabilidad de su puesto sino su propia pereza.
Con el tiempo hasta los adversarios empezaron a encariñarse con su delicada gambetas primero y luego ese muchacho de apariencia simple, de gestos humildes que de vez en cuando podÃa exhibir un inesperado gesto que lo acercaba a una acción despiadada. Pero no siempre era asÃ.
Y tal vez todo dependiera de su humor cambiante de depresivo crónico, o de la inspiración del momento y allà sÃ, uno que lo conocÃa un poco sabÃa que podÃa estirar el lÃmite de la habilidad hasta la humillación de los pobres desdichados que se le pusieran enfrente y hubiesen pretendido golpearlo, a cometer alguna mala intervención con ese cuerpo desgarbado y cansino, esas piernas que los dioses habÃan dotado de una coordinación con su mente que lo podÃa convertir en alguien parecido al genio que siempre admiramos en otro.
Algunas muchachas (la expresión es anacrónica) casaderas gustaron de él y hasta es plausible suponer que tuvieron cierto grado de enamoramiento. Pero él no dio un paso para entrar a esas fortalezas con las puertas bien bajas.
El lo sabrá a estas alturas, no sé.
Y un dÃa se fue.
Un dÃa gris, de llovizna, sin decir nada a nadie sin equipaje, se fue con lo puesto. No saludó a nadie tal vez para no prometer volver.
Cosa que no hizo hasta hoy, Se resistió a todos los acercamientos que han hecho sus amigos para traerlo al pueblo.
Cada uno sabrá sus cosas, allá él.
Pero serÃa bueno que los pibes que se criaron oyendo sus anécdotas antes de empezar a ser leyenda lo conocieran.
Y comprendieran por fin que Juan es de carne y hueso, que un dÃa nos hizo muy, pero muy felices.
Como cuando dirigÃa con una de sus piernas imbatibles la pelota contra ese ángulo esquivo y la clavaba directamente en la red, que se quedaba temblando en el fondo de nuestras retinas.
Y allà están para siempre "esas muchas veces" que batió la valla del adversario casual, que ese dÃa ponÃa su pobre humanidad bajo el implacable golpe de genio de Juan.
El mismo que se quedó sin volver.
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