Se ignora qué gen malhadado vino a plantarse en mi mapa de taras hereditarias. Adolezco de una peculiar y rarÃsima anomalÃa. Simplificando, a nivel vulgar se la designa "canto de sirena".
En aquel debut inocente, a tan temprana edad, durante ese recital doméstico de presagios, tÃa Rebeca me vaticinó una triunfal carrera lÃrica hacia la que me dirigirÃa como a un faro. De rulos y enfundada en trajecito blanco, inicié mi aria; mientras mis escalas subÃan, prima Lelia comprobaba el mismo movimiento en cierta zona conflictiva del pantalón de su esposo Cornelio; veÃa caérsele una baba de perro rabioso, desabrocharse el lugar innombrable y abalanzarse hacia mÃ, que tanto me habÃa resistido a una actuación pública, pese a no contar con antecedentes de los efectos colaterales que podÃa desencadenar mi canto. "Nena, no mires" recomendó mamá arrastrándome en movimiento centrÃfugo e intentando tapar mis ojos, mientras otros familiares sujetaban a la perforadora humana y ocultaban su espectáculo de indecoros, show que amainó cuando cosieron al autor al sofá y lo encamisaron en una sábana. TÃo fue condenado a destierro perpetuo de nuestra casa y el "degenerado" (como pasó a denominarlo su hermana Rebeca) debió ingerir medicamentos y moralizaciones durante el resto de su vida. Ninguno de los presentes mencionó la posible relación causal entre mis gorjeos y el sÃndrome sÃsmico desatado. Pero en mamá sà viboreó el reptil de la suspicacia. Con sospechas se lamentó: "Ay, nena" y escrutó a mi padre como a un paisaje desconocido. Y no se aguantó el quedarse en la incierta frontera de las hipótesis: planeó un test cuya premeditación enmascaró con tonos de casualidad. "Ay, nena", repite esta noche en que el núcleo reducido de la familia se sienta frente a la mesa, (abuela en misa, mi hermana en ensayo de la velada danzante de su acto de fin de curso, tÃa Rebeca puntual asistente a clases de declamación), "Cómo me gustarÃa que nos cantaras el "Ave MarÃa" de Schubert, hace tanto que no lo escuchamos". Mi inconsciente bombeó un escalofrÃo indescifrable para aquéllos, mis inocentes trece años. "¿SÃ, mamá? Claro, mamá". Me incorporé, acomodé mi falda tableada dispuesta a largar mi primer gorgorito, y antes de que el sonido se consumara, tanto mi madre como yo advertimos un movimiento en territorio paterno: las manos de papá se dirigieron velozmente a sus orejas y se retiraron como en un flash de imaginación. Canté. La mirada de mi progenitor se mantuvo plácida, sus manos ligeramente superpuestas sobre la mesa, un aplausito al final. Ambas féminas disimulamos cuando él se quitó los eficaces tapones de oÃdos. Por entonces yo ignoraba todo sobre Ulises. Pero la jefa de hogar se consideró provista de pruebas incontrovertibles y decidió que mi destino requerÃa un cambio de orientación pedagógica. Me inscribió en otro colegio, la gineceica Escuela de Mujeres de Rosario, donde las clases de música eran tan buenas como asexuadas; todas sopranos, tenores ausentes. El médico de la familia, seguramente bajo una influencia espuria y maternal, diagnosticó un irreversible problema en mis cuerdas vocales que aconsejaba el abandono del canto. Dos o tres intentos de mi obstinación bajo mi cuenta y riesgo desembocaron en la consumación del peligro y advertà cuánto y qué pasaba al desatar mis efluvios sonoros. Más tarde me interné en la lectura de cierta versión simplificada de la Odisea, me enteré del recurso de Ulises, tomé conciencia de las precauciones de papá y renuncié definitivamente a mi vocación. Alto costo. Sin embargo derivó en algunas compensaciones. Ejerzo mis aptitudes ocasionalmente y de manera privada, en dosis harto medidas. Cuando apetezco algo de un hombre y éste me desdeña, y, si hallo que no me queda otro recurso, mientras tomamos el café de segura despedida, con el que pretende consolarme antes de la ruptura, finjo que quiero quitarle una hebra o basurita de la cabeza, me le acerco y le canto. Suavemente. Al oÃdo.
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