Nosotros habÃamos visto ya desde la pantalla en blanco y negro suficientes cosas como para no creer en otras. Los globos aerostáticos se elevaban hasta congelar las narices de sus tripulantes en alturas cercanas a las estrellas. Los Spittfires se masacraban contra los de la Luftwaffe y los Zeros se estrellaban en los portaviones al grito de ¡Banzai!, ¡Hijos del Sol!, amados y envidiados. Arriba, mientras repasábamos los tarjetones en forma de figuritas que venÃan con un chicle rectangular a modo de anzuelo, apareció un avioncito de lata anunciando con su portavoz desgarrado la llegada del Circo de los Hermanos Calabrini. Estábamos allà en la modorra de la cárcel de la calle, sin ánimo para el fútbol ni para la matanza de mariposas, ajenos al destino que se insinuaba acechante y que consistÃa en la llegada de las clases. Abúlicos e irritados combatÃamos el tedio chuzeándonos con motes o vergüenzas que cada cual escondÃa en el mayor o en el menor de los secretos. En ese halo de infantil asesinato nos encontró José y nunca su llegada, frenando la bici a centÃmetros de mi tibia, fue tan bienvenida. Le faltaba el resuello. ¡Hoy, hoy pasa el avión que tira pelotas! Algo sabÃamos pero no le habÃamos dado crédito: cuando lo quisimos averiguar por el Fabio, el hijo de Robel no lo encontramos. Rodeamos a José. Se explayó tomando aire: ¡Me dijo mi primo que esta mañana estuvo en el Saladillo y pasó bajito tirando pelotas en los campitos! Era una maniobra publicitaria de la firma: arrojar desde la altura números cinco para la muchedumbre exaltada. Para nosotros aquello era una oportunidad única de asistir al gentÃo, procurar hacernos de una y además lo que susurró Toledo: Armemos baterÃas antiaéreas, asà lo tumbamos. Aquello nos sacó de la modorra y al ponernos de pie, en la algarabÃa de la posible destrucción y muerte sentimos el Ãmpetu guerrero: por algo éramos chicos que veÃan films donde los aviones se iban a pique con la cola ensangrentada de humo. José dijo que no sólo estábamos locos sino que éramos boludos, que nunca una gomera iba a llegar tan alto. ¿Si los globos podÃan, si podÃan los barriletes,los Mustangs, los Hurricanes, por qué no nosotros?. No querÃamos alcanzar una pelota sino hacer caer el avión y que explotase sobre alguna casa, matar, destruir, incendiar. Salimos a la siesta hacia el campito de Carrasco: ya habÃa gente juntándose, buena señal. Las baterÃas iban escondidas en los bolsos y fuimos tomando posiciones. Los árboles altos nos dieron resguardo y dejamos a dos de los nuestros a campo abierto, con las gomeras entre los calzoncillos y el cinto. En el fondo tenÃamos esperanzas exorbitantes: que cayera justo sobre la iglesia o el colegio cercano. Sin matar gente, que tan solo se viera las estelita humosa de fuego y que la carga de pelotas inundara las calles. No se impacientó el dÃa, cayó la tarde y recién, a lo lejos oÃmos el ronronear del aparato: el altoparlante decÃa que era de Robel y que lloverÃan pelotas sobre la ciudad. La negrada parecÃa Africa en los campamentos de refugiados: levantaba los brazos al cielo. Nosotros como buenos soldados, nos calamos mejor el casco, encendimos un cigarrito de yuyo y esperamos. Decepción: el avioncito hizo como un mohÃn y giró para perderse hacia el norte, hacia Arroyito. Toledo perdió toda compostura. Se tiró del árbol y luego explotó: ¡No se nos van a cagar de risa asà nomas estos putos! ¡Vámonos a la mierda, sÃganme que ya sé lo que vamos a hacer! Cruzamos Avellaneda y en minutos estábamos golpeando la casa suntuosa de Fabio el hijo del dueño de Robel, de donde lo arrancamos hasta llevarlo secuestrado y pasarlo por sobre el tapial de Enrique. Alguien lo ató al nÃspero donde lo interrogamos. No sé nada, decÃa. Era chiquito, de lentes, con un corte de pelo beatle. Comprendimos la magnitud del hecho. Afuera se sentÃa a sus padres llamarlo. Nos asustamos. Lo hicimos salir jurando no delatarnos. No sólo cumplió: volvió al dÃa siguiente con un par de pantalones que remedaban a los verdaderos. Leguis, decÃa en el cuerito de atrás. Es por el rescate, agregó tirándonos una redonda flamante. Lo hicimos de la barra. Le pusimos Comandante Zero como los aviones japoneses, en homenaje a su alma de kamikaze.
© 2000-2023 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.