El que murió en el desierto
El hombre se arrodilló en silencio, se apoyó sobre la tierra hasta que su rostro adquirió la transparencia de un vidrio muy delgado, a lo mejor casi invisible. Sus manos fueron, después, parte de un árbol que nacÃa miles de kilómetros más allá. Lejos del desierto, cerca del mar. El hombre se arrodilló sobre sus pensamientos, que no le fueron fieles en ese instante decisivo. El hombre, entonces, se sintió incómodo y quemó en su memoria, ardiente, solar, cinco volúmenes que reposaban en una remota biblioteca. Pobre, comenzó a decir ella, pero temió nombrarlo. Como querÃa recordarlo pese a todo, buscó las cenizas de esos libros que el hombre habÃa quemado en su memoria. Sin embargo, los libros estaban allÃ: intactos, sucios, gruesos, irrefutables a través del tiempo. El hombre seguÃa arrodillado y sus rodillas eran ahora la cara y las manos eran las piernas y el cuerpo era un enorme silencio que sonreÃa. El hombre volvió a sus pensamientos y en ese instante detrás del instante decisivo, lo que querÃa pensar le fue fiel. Lamentó, apenas, acaso porque se trataba de una cifra impar, haber quemado los cinco libros. Luego se convirtió en un mapa de arena suave, lenta, como de otro tiempo.
El viejo y un extenso poema
La mujer lo nombró con una sonrisa en un espejo claro y traslúcido como una ventana. Después nombró la muerte del que murió en el desierto en una ventana oscurecida por postigos, árboles, pájaros tan negros como los mirlos y los tordos. Luego tuvo que salir a recibir a quienes decÃan ser amigos de quien habÃa muerto en el desierto y también a quienes decÃan ser sus parientes, pero ella no los conocÃa. HabÃa entre ellos un viejo, cualquiera dirÃa que muy viejo, y eso se notaba en algo que ella no sabÃa distinguir. No era por su cara bien afeitada ni por sus aspecto curiosamente prolijo sino acaso por sus ademanes, que con melancólica lentitud se producÃan en un espacio de tiempo que lograba hacer desaparecer los espacios de tiempo de quienes lo acompañaban. El viejo, quizá sorpresivamente pero sin sorprender a nadie, sacó del bolsillo de su largo sobretodo un libro, tan pequeño como para caber en ese bolsillo pero que luego, fuera de él, parecÃa demasiado grande para haber estado allÃ. "Este es el más extenso de los poemas de quien me han dicho que murió", dijo. Y sin otra explicación comenzó a leerlo: "La memoria de ese hombre que murió, y acaso la de muchos otros hombres que murieron o todavÃa no han muerto, es como un grano de sal, porque su mujer (y ella, la que los habÃa salido a recibir, se puso muy triste) recuerda pocos de sus gestos, y uno de ellos es su mano en un salero de plata, vaya uno a saber de qué tiempos, y sus dos manos (las de él) entreveradas en todo su cuerpo (el de ella)". El viejo hizo un silencio y no siguió leyendo (o siguió leyendo sin saber que leÃa) porque cuando miro alrededor comprobó que todos estaban cansados, mucho más viejos que él, y algunos parecÃan como muertos, quietos cadáveres sobre el pasto o donde crecÃa el musgo, y otros se asemejaban a las formas del hambre o de la tristeza. "Endeble la gente de estos tiempos", pensó el viejo. "Pero quizá deba ser asÃ", se dijo. Y abandonó la mansión, el cronista no sabe hacia dónde ni tampoco de qué manera. Simplemente no lo ha vuelto a ver.
La crónica que regresa
"Ya no me importa esta soledad aparentemente cruel de la arena. En el fondo de eso que llamo desierto puede existir en verdad existe una ciudad, y sus murallas están abiertas con innumerables puertas por las cuales se puede pasar y ser bien recibido. Es una ciudad que parece estar siempre en un momento cercano a la madrugada o en los escurridizos minutos del atardecer. Podré recorrerla y encontraré la mano de ella, su sonrisa, sus sueños de color amarillo, y todo será menos duro, menos triste, y todo será más limpio, más inaugural. Esas manos estoy seguro fueron las únicas en saber la verdad de un salero de plata panzón. El cronista que me sigue sabe que a partir de ese salero (aunque podrÃa haber sido cualquier otra cosa) el mundo se transformó en algo plano, desplazado de tal manera que la cara de ella y todo en ella era como el misterio de una palabra en el ardor de la mano que ahora la escribe".
Curiosa muerte del cronista
El cronista murió o fue asesinado. No lo sabemos. Antes de morir pudo (todavÃa) redactar unas lÃneas en su máquina de escribir, aunque resulta poco creÃble que su máquina de escribir estuviese en la escena que él comenta como si se tratara de otro: "Escondido en un silencio de pájaros, el cronista apareció bruscamente en la puerta. Sonrió débilmente y se acomodó lo mejor que pudo su oreja sangrante, prendida apenas de un hilito de piel. El tigre también sonrió, a su manera. La mujer, en cambio, se quedó inmóvil, esperando. El silencio de pájaros, de repente, se transformó en un tren detenido en la noche y un molesto ruido de llaves se dedicó a picar la memoria del tigre. La mujer, desesperada, comenzó a desvestirse. El cronista trastabilló. Una de sus manos se apoyó sobre una silla y su ojo (ahora tenÃa un único ojo) se desvió hacia las llamas de una estufa a leña. En ese instante, en el exacto punto medio de la lÃnea que unÃa las uñas del pie derecho del hombre con la nariz agitada del tigre, una mosca inició una irresistible danza de amor. La mujer, desnuda, insoportablemente nerviosa, se deslizaba por el piso con la cara vuelta hacia el viento (esa tarde, anota el cronista, soplaba insistente, del sur). El tigre musitó su rabia. El cronista clamó a la divinidad. La mujer gritaba obscenidades. Cuando el viento (que, según anota el cronista, esa tarde soplaba insistente, del sur) se calmó, el silencio de pájaros regresó y el tren detenido arrancó vaya uno a saber hacia dónde".
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