Otra mudanza. Otra vez ordenar cada cajón. Otro encuentro obligado con mi ayer.
Ocho velitas en la foto. Ocho velitas encendidas bajo mi mirada ausente. Ausente a la torta de chocolate, a los globos y los bonetes, a mi madre que se inclina con un encendedor sobre la torta, a la canción que se aplaude a mis espaldas. Mirada ausente que quizás sólo yo pueda en este instante advertir, ya que recuerdo con exactitud mi estado de ánimo de aquella tarde en que cumplà los ocho.
Aquella tarde llevaba un par de dÃas sin saber nada de la nena de al lado, absolutamente nada. Por eso, seguramente, mi expresión ausente. La ausencia de aquella nena, la tarde de mi cumpleaños, está inmortalizada en esta foto, en la melancolÃa de mi mirada.
Por aquél entonces, y ahora que observo esta foto lo recuerdo o lo imagino perfectamente, yo era feliz. Y cómo no habrÃa de serlo si acababa de descubrir que en la casa de al lado vivÃa una nena de mi misma edad, una nena que andaba en bicicleta en el patio de su casa, dando vueltas alrededor de la rejilla, cantando siempre una canción que yo no alcanzaba a oÃr. Y yo era feliz entonces, y cada vez que llegaba de la escuela me quitaba el guardapolvo mientras mi madre cocinaba y yo le juraba por dios que no tenÃa hambre, que lo único que querÃa era que llegara la hora de la siesta para subir a la terraza, y mi madre, entonces, me advertÃa, al igual que cada tarde y en un tono suplicante, que más me valÃa cuidarme y no asomar la cabeza hacia el vacÃo, y yo le decÃa que sÃ, que no iba a pasarme nada, y entonces subÃa las escaleras a toda velocidad, llenos de aire mis pulmones, y al apoyar el primer pie sobre la terraza daba un salto, y corrÃa hacia el sillón oxidado que con paciencia habÃa arrimado junto al tapial que daba al patio de la nena. El patio en el que de a ratos se asomaba ella, sin saber de mi existencia, y le hablaba a sus muñecas y les enseñaba a tomar el té, o se subÃa, después, a la bici y daba vueltas, y yo entonces la observaba escondido desde lo alto. Y podÃa esperarla tardes enteras sólo para verla jugar en aquel patio que ya para entonces habÃa comenzado a ser el lugar más maravilloso del mundo.
Hasta que una tarde, temblando de coraje, decidà aparecer en su vida.
"Me gusta tu bici -le grité-, y fue entonces la primera vez que ella levantó sus ojos hacia mÃ, que hacÃa equilibrio apoyando un pie sobre el respaldo del sillón oxidado, exaltado mi corazón ante su mirada.
Al principio creà adivinar que una sonrisa desfiguraba la perplejidad de su rostro, pero un instante después la nena se bajó de la bicicleta, se metió en la casa, y ya nunca más volvà a verla.
Ahora, otra mudanza. Otra vez ordenar los cajones, y guardar esta foto junto a las otras, y seguir metiendo en cajas de cartón lo que queda de mi pasado.
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