¿Quién podÃa pensar que encontrarÃa al amor en una mudanza?. Nadie, pero lo hice. Llevábamos los bagallos atados en la cabeza era ropa liviana, almohadones con mis primos cuando la vÃ. TenÃamos que dejarlos en la parte trasera de la chata celeste que comandaba mi tÃo cuando se me vino encima: pasaba por la vereda de enfrente y la reconocÃ: era de la escuela, de los turnos tardes, en los claustros altos. Ester se llamaba. Po de apellido como el rÃo de Italia. Caminaba como las gimnastas pero con la cabeza echada hacia adelante en una especie de reconvención monástica con determinación del que está orando y a nadie percibe, salvo sus pensamientos, sus arroyos personales. Pasaba desapercibida salvo para mÃ. HabÃa descubierto en ella una belleza potencial que habrÃa de fulgurar si se la sabÃa encender, si esa llama portátil que consistÃa en el cuerpito de una mujer era soplado sin ferocidad y con talento. Dirán: es excesivo el argumento para un chico de doce años ¿Y con eso? ¿Quién puede afirmar que no pensara en aquello sólo traducido en torpezas de primate de vientre caliente con el corazón apurado y las manos frÃas? Los chicos saben cosas de honduras interminables sólo que no tienen el lenguaje para semejante cartografÃa de gruta, de silencio y abismo. Ella era hermosa pero aquella brillantez de magia me serÃa reservada para mà si obraba con prudencia. Mientras, atravesaba el ancho mundo de los corredores de sus calles con la insignificancia de una chica común. Era invisible para el resto. Sólo a mà me estaba destinado abrir los altos portones de luz que conducen al Amor. En un decir, estaba enamorado. Rubén mi primo me susurró al pasar. Eh, no es para tanto. Hay más lindas. Yo hace rato que estaba detenido con el pie apoyado en el paragolpes de la chata viéndola irse hasta que dobló la cortada. Mi timidez era monstruosa. No me acercaba a ellas porque me trababa, pero podÃa actuar en un acto escolar. Imitar a otros. Contar inventos y hasta sacarme por debajo la malla en la pileta del club. Era fuerte, ingenioso. Peleaba con fiereza para que me vieran, luchaba en un partido hasta la hazaña; todo en la presunción que llegarÃan hasta sus oÃdos de diosa como se debatÃa un mortal en sus territorios. Juzgaba que la sola existencia de mis actos la habrÃan de acercar hacia mÃ. Allà estaba yo entonces, detenido en el cielo de altar de sacrificio junto a la chata celeste. Ya estaba acabando de pasar: era más alta que yo y nariz de ratoncito respingada. Un encantamiento extraÃdo de un film donde era ella la pordiosera, la Cenicienta postergada a la que nadie aún ha brindado su capullo de manzana roja, su color más escondido. Me gustaba hacer el amor: en eso consistÃa, ello creÃa yo que era cuando por vez primera escuché la frase "el tipo hacÃa el amor". DebÃa ser eso: imaginarse, construirlo, hacerlo, moldearlo, ayudarlo, imaginarlo y formarlo. Fue creciendo y creciendo. Yo estaba haciendo el amor. Era eso. Mientras, el tiempo transcurrÃa en algunas horas muertas en que el cielo se cubrÃa de pájaros malos que chirriaban, que el universo agobiaba con palotes y dibujitos escolares, olor a estufas y pedos escolares. A madre con santuario y llanto por su hijita muerta, hermana que nunca vÃ, o algún dramón de hermanos batallando por herencias, Julio Sosa, alto en la parodia de un muerto que cantaba, mi padre en su palomar, sin hablar, sólo silbándole a sus halcones negros que querÃa más que a mÃ. Ocurrió aquello en una esquina: confrontados por una pelota esquiva fuimos a dar ambos contendientes contra un portón y allà sudados tratamos de cortar una pelota ya mascada por la patadas y llevarla hacia el redil de un arco con piedras. Entonces pasó ella. Mirando a la distancia sin ver. Un instinto de saltar a un vacÃo me diezmó el estómago pero una fuerza añeja y desconocida me creció en el pecho. La tomé por su brazo, un brazito de sueter mostaza. Se asustó. Yo estaba sudado, echando fuego por la boca y no era esa la mejor entrada al reino. Le dije que siempre la veÃa, que la esperaba y que no aguantaba más sin su amor. Fue a un apartado donde la fui conduciendo sin arte, ella como asomada a un pozo, la barra callada detrás, asistiendo a un asesinato o a una coronación. Me miró, era corta de vista hasta la exageración. No te conozco, no sé quien sos y sacame la mano del brazo. Soy de tu colegio del turno mañana. -Ah, dijo y empezó ella súbitamente a oler a violetas: estábamos bajo una parra de glicinas. Vos, vos, tartamudeó... Seguà jugando y se quitó de un suave empellón mi torso Vos, sos muy chico para mà todavÃa.
Volvà a la querencia. HabÃan visto y oÃdo todo. De nada valÃa aclarar. Se suspendió el partido. Yo ya era invisible.
Nos sentamos en el mármol de la soderÃa.Era la tarde en la languidez de vacas muertas en el cielo de nubes que flotaban.
Toledo, eficiente, bestia pero fiel, habló.
No es para tanto! Te dijo que todavÃa sos chico para ella. Pero los varones crecemos más rápido. Cuando la alcancés te ponés de novio y la dejás por otra. SÃ, pero ¿cuánto falta?, interrogó el Fabio buscando precisión.
Ellas crecen menos que nosotros, exclamó. Vos y al tocarme me volvió de nuevo visible en unos meses la pasás en edad, acordate lo que te digo.
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