-Ahà están otra vez -dijo Estela.
Cerré el libro y la miré. Se asomaba al ventanal que da a la calle, con una mano en la cadera para contrarrestar el peso del vientre fértil. Espiaba por detrás de la cortina.
-Quiénes están -pregunté.
-Los amantes. Los de la bici.
Me levanté del sillón y dejé el libro sobre la mesa ratona. Al asomarme un segundo por sobre su hombro pude ver, cerca de la esquina, una pareja sentada en el cordón de la vereda. Las dos bicicletas estaban apoyadas contra un árbol, muy juntas, como si imitaran a sus dueños. De él se adivinaban unos mechones grises en el pelo; ella parecÃa un poco más joven. Se notaba de lejos que eran adultos. Llamaba la atención el contraste: eso que tenÃan de adolescentes a destiempo, de turistas tardÃos de la etapa en que besarse en los cordones todavÃa es natural.
-¿Quiénes son?
Estela corrió la cortina y los amantes desaparecieron.
-No ves que nunca me escuchás -dijo-. Te lo conté ayer.
Abrà la boca para esgrimir alguna excusa pero me interrumpió con un gesto impaciente. Me recordó que los habÃa empezado a ver unos dÃas antes, más o menos a esa misma hora. Llegaban por separado, uno de cada lado de la calle.
-Deben ser del barrio -dijo-. Por eso se encuentran acá.
El pasaje donde vivimos tiene apenas cien metros de largo, con las casas apiñadas en la vereda Este. Del otro lado están los terrenos fiscales con la vÃa inútil, truncada por el asfalto y las viviendas que se erigen en el extremo de la cuadra. El amparo del pasaje es toda una tentación para quienes buscan rehuir miradas indiscretas. Febriles amantes, solitarios fumadores de marihuana y adolescentes ebrios de alcohol y libertad forman parte del paisaje habitual del anochecer.
Pero «los de la bici», como les decÃa Estela, eran un caso especial. Contagiado por la curiosidad de mi mujer, desde ese dÃa empecé a prestarles atención. No sucumbÃan al desahogo rápido y silencioso del sexo fugaz en un auto arrimado al cordón, ni aprovechaban la sombra escueta de un portal para un amor con prisas. El pasaje no les significaba una oportunidad fortuita -o forzada- de breve intimidad, sino el punto de encuentro de esa relación que sacudÃa las telarañas de su rutina. Porque no los impulsaba la sola sed del cuerpo, sino un amor contrariado y tenaz. A veces apenas si se besaban. Pasaban, en cambio, largos minutos de murmullos, instantes eternos de abrazos. JurarÃa que, en esos encuentros, más que el deseo, buscaban saciar esa urgencia del alma que atormenta a los enamorados cuando no están juntos.
Con el correr de los dÃas, la presencia de los amantes en el cordón se fue mezclando en nuestra rutina. Estela y yo nos sentábamos en el living, cerca de la ventana, para no perdernos detalle. Mientras ella tejÃa escarpines o elegÃa nombres en un libro prestado, nos entretenÃamos imaginando historias detrás de aquellos rostros, y suponÃamos pasados y argumentos que completaran los huecos. Yo preferÃa las historias tormentosas, trabas ajenas que los separaban y que combatÃan con denuedo; o una adoración que los habÃa encontrado como por descuido en el momento menos indicado. Ella, en cambio, se inclinaba más por argumentos vinculados a pasiones efÃmeras. Aunque nunca lo decÃa, sus historias siempre insinuaban un regreso al hogar conyugal de cada uno, un trasfondo de moralidad marital que acababa por vencer.
Una mañana en la redacción, mientras me ocupaba de seleccionar unas fotos para la edición del domingo, me pasaron una llamada de Estela.
-Yo tenÃa razón -me dijo en tono triunfal-. Ella es casada y vive cerca de casa.
Al principio me costó entenderle. «Ella quién», le dije, y adiviné la respuesta antes de acabar la pregunta.
-Ella, la de la bici -dijo Estela disipando cualquier duda. Luego me explicó todo.
Un hombre se habÃa presentado en la delegación municipal donde ella trabaja. TenÃa que entregar un formulario, hacer un reclamo, o las dos cosas. Lo acompañaba una mujer con dos chicos pequeños, de cinco o seis años. Aunque siempre la habÃa visto de lejos la reconoció al instante. Creo que la presencia de los chicos fue lo que más impresión le causó. Hasta entonces, habÃamos evitado atribuirle hijos a cualquiera de los dos. Antes de colgar me dijo que la historia ya no le parecÃa tan divertida.
Cuando llegué a casa, apenas tocó el tema. Creo que habrá sentido una especie de desilusión, como si hubiese descubierto tras bastidores que su actor favorito es antipático y nada tiene que ver con la imagen que se habÃa formado de él. Esa tarde tomamos mate en la cocina y miramos televisión. Las cortinas del living permanecieron cerradas.
Un par de dÃas después lo volvà a ver. HacÃa calor y me habÃa sentado a fumar en el umbral. Cerca de la esquina, junto al cordón, el tipo montaba su bicicleta. Estaba solo, demasiado expuesto en una espera indisimulable. Miraba hacia la esquina por donde ella debÃa aparecer, consultaba su reloj y volvÃa a mirar. Terminé de fumar y entré. Desde la ventana lo vi aguardar un rato más, tan interminable para él como para mÃ. Después se resignó y se marchó, sabiendo que ya no llegarÃa.
Entonces fue cuando vi la cámara de fotos. Me pregunté cómo habrÃa ido a parar al living; estaba seguro de haberla guardado en su lugar la última vez que la habÃa usado, unos dÃas antes. Hice memoria: no la habÃa tocado para nada. Cuando la puerta se abrió y entró Estela, cargando una bolsa de la verdulerÃa, me asaltó una revelación, casi una intuición que me hizo mirarla con algo asà como preocupación o espanto.
-Estela -le dije. Pensé en un sobre marrón, en dos dedos aturdidos que sacan unas fotos inesperadas, dolorosas... ¿Vos usaste mi cámara?
JurarÃa que tuvo un leve sobresalto. Y sin mirarme dijo que sÃ. Que habÃa sacado unas fotos para un amigo, o algo por el estilo. Como restándole importancia al asunto, como apresurada por olvidarlo. Como queriendo cambiar de tema lo dijo.
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